Delgado Castro, Jordi 12-01-2020 - El derecho al recurso. Lectura constitucional a propósito del sistema recursivo en el procedimiento arbitral chileno Vásquez Palma, María F. 23-10-2023 - Sobre la nulidad del laudo dictado en un arbitraje comercial internacional, con sede en Chile: normativa aplicable y revisión de la praxis 12-01-2020 - El derecho al recurso. Lectura constitucional a propósito del sistema recursivo en el procedimiento arbitral chileno
El presente estudio expone un tema que, lamentablemente, todavía no ha sido especialmente acogido en nuestra comunidad jurídica: la autonomía del arbitraje como método alternativo de solución de controversias, cuyo fundamento reside en fuente constitucional, en cuanto derecho del ciudadano. Para ello, revisaremos los fundamentos históricos que justifican la visión jurisdiccionalista, trataremos los pilares sobre los que se sustenta la autonomía de esta disciplina, para finalizar aplicando las marcas internacionalmente reconocidas para el arbitraje en nuestro ordenamiento jurídico interno.
The present study exposes a subject that, unfortunately, has not yet been especially welcomed in our legal community: the autonomy of arbitration as an alternative method of dispute resolution, whose foundation lies in constitutional source, as citizen's right. For this, we will review the historical foundations that justify the jurisdictionalist vision, we will treat the pillars on which the autonomy of this discipline is based, to end up applying the internationally recognized brands for the arbitration in our internal legal order.
O presente estudo expõe um tópico que, infelizmente, ainda não foi especialmente bem vindo em nossa comunidade jurídica: a autonomia da arbitragem como método alternativo de resolução de disputas. Para isso, analisaremos os fundamentos históricos que justificam a visão jurisdicional, tratamos os pilares em que se baseia a autonomia desta disciplina, para acabar aplicando as marcas reconhecidas internacionalmente para a arbitragem em nossa ordem jurídica interna.
En Chile, el arbitraje interno sufre un especial entendimiento que emerge de sus referentes históricos, con perjudiciales consecuencias. En efecto, no se reconoce como una institución autónoma, sino como parte de la jurisdicción estatal sin lograr precisarlo del todo. Si bien no se trata un entendimiento unívoco, gran parte de la doctrina y la jurisprudencia han inclinado la balanza en tal sentido, lo que resulta inexcusable en los tiempos actuales. Así, por ejemplo, mientras Casarino señala tajantemente que los árbitros no forman parte del Poder Judicial (Casarino, 2011), Colombo y Orellana pregonan lo contrario, concluyendo que los árbitros ejercen jurisdicción (Colombo, 2004/Orellana, 2017).
En otras palabras, aún existen concepciones que apuntan a una equiparación entre la función arbitral y la propiamente jurisdiccional (Figueroa y Morgado, 2013). Los problemas que conlleva esta postura son variados, desde la falta de eficacia del contrato arbitral hasta la incorrecta intelección de una institución que presenta un carácter autónomo que debiera ser reconocido en la legislación arbitral de Derecho interno, tal como lo se ha hecho con el arbitraje comercial internacional (Ley N° 19.971 de 2004). No hay motivos para continuar sustentando una postura contraria a los lineamientos internacionales, pues solo debiera bastar con reconocer que el arbitraje es una institución autónoma y un derecho del ciudadano.
Detrás de las posturas que ubican al arbitraje en terreno jurisdiccional, se albergan concepciones anquilosadas respecto de la monopolización de la administración de justicia en sede estatal, junto al desconocimiento de los derechos constitucionales que permiten acceder a una especial forma de justicia: la extrajudicial. Quienes deslizan el problema que trataremos a continuación son Núñez y Pérez (2013), Vásquez (2009), y Jequier (2015), que explican de manera robusta una solución diferente al observar al arbitraje apartado de la jurisdicción estatal, como un mecanismo de solución alternativo al que arriban las partes a partir de su autonomía de la voluntad. Adherimos a esta última posición y explicaremos por qué. Junto a ello, nos detendremos en los principales problemas existentes en el día de hoy, y concluiremos con una propuesta de soluciones.
2. Aspectos histórico-constitucionales sobre el arbitraje en Chile [arriba]
Las primeras normas del período patrio establecidas entre los años 1811 a 1814 no contemplaban ningún tipo de regulación sobre la organización judicial y menos aún sobre tribunales arbitrales. Lo mismo sucedió respecto de las primeras Constituciones Políticas del Estado que tampoco se detuvieron en la institución arbitral de una manera cierta, sino que, por el contrario, contemplaron otras figuras a las que, si bien la doctrina ha atribuido el carácter arbitral, están muy lejos del instituto en estudio. Así, por ejemplo, la Constitución Provisoria de 1818 preceptuaba en su art. 25 la creación de lso jueces de paz cuya función era conciliar o mediar y su resultado era un contrato de transacción. En esta misma línea, la Constitución Política de 1822 reiteró la existencia de estos jueces y si bien se pregonan como antecedentes del arbitraje (Aylwin, 2005 y Eyzaguirre, 1981), se trataban, como en el caso anterior, de conciliadores. La Constitución de 1823 omitió la institución de los “Jueces de paz”, creando directamente los jueces de conciliación (Título XV).
Cronológicamente, otro antecedente en esta labor de revisión histórica se encuentra en el num. 8º del art. 149 de la Constitución Política de 1823 que atribuía a la Corte Suprema “la facultad de obligar a las partes a compromiso presentado por un ministro, en los negocios contenciosos que puedan ocasionar escandalosas disensiones y ruinas a las familias o al Estado”. Esta norma fue sindicada como el primer caso de arbitraje forzoso en Chile (Eyzaguirre, 1981 y Romero, 1999), tesis que tampoco podemos asentir, pues la expresión compromiso hacía mención, en realidad, a un contrato de transacción.
Ante estas precisiones, el verdadero origen del arbitraje en Chile hemos de ubicarlo en los llamados “Juicios prácticos”, que fueron tratados en el título XVI de la misma Carta Política. Su art. 178 prescribía: “Si se nombran como arbitradores, su sentencia es inapelable. Si proceden ordinariamente, se verificará la apelación ante uno o dos jueces nombrados de la misma forma”. Muchas de las características de esta institución se regulaban en este título, sin embargo, a pesar de este avance, al continuar con la revisión de la historia Constitucional de Chile, la Carta de 1828 continúa con la figura de “los juzgados de paz” y olvida en su articulado a los denominados “juicios prácticos”, como también lo harán las sucesivas Constituciones.
El hito ás relevante del actual entendimiento lo hallamos en la Constitución de 1833 al establecer en su capítulo VIII intitulado “De la administración de justicia”, la proclamación del principio de exclusividad de los tribunales de justicia. Adicionalmente, su art. 113 estableció que: “Habrá en la República una magistratura a cuyo cargo esté la superintendencia directiva, correccional i económica sobre todos los Tribunales i juzgados de la nación, con arreglo a la ley que determine su organización y atribuciones”. A su vez, el art. 114 de esta Carta señaló que: “Una lei especial determinará la organización y atribuciones de todos los tribunales i juzgados que fueren necesarios para la pronta i cumplida administración de justicia en todo el territorio de la República”.
La principal virtualidad que encierran estas normas reside en sentar los cimientos de la institucionalidad arbitral desde la perspectiva jurídico-estatal, más concretamente como “jueces árbitros”, cuya superintendencia y vigilancia estaría a estar a cargo de la Corte Suprema. A consecuencia de esto, la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales de 15 de octubre de 1875, dictada a causa del mandato del art. 114 de la Constitución de 1833, estableció en su título XI a “Los jueces árbitros” (arts. 172 a 191), de manera que la citada Carta Política trazó un escenario que permitió consagrar el diseño de los “tribunales” de la República, comprendiendo en dicha noción a los arbitrales. Posteriormente lo hará la Ley N° 7.421 de 1943 aprobó el Código Orgánico de Tribunales (COT), cuerpo legal que constituye la Ley Orgánica Constitucional que determina la organización y atribuciones. Siguiendo este derrotero, el art. 5º del COT reconoce una importante clasificación de los tribunales a los que se encarga la administración de justicia en general, entre los que se encuentran los tribunales arbitrales, sin especificar claramente si aquellos quedan incluidos o excluidos del poder judicial; los arts. 222 al 243, acto seguido, se ocupan de reglamentar a los “jueces árbitros”. La legislación atingente al procedimiento o juicio arbitral se reservó para el Código de Procedimiento Civil (CPC) promulgado en 1902. Asombrosamente, ambos cuerpos normativos (COT y CPC) se mantienen vigentes en Chile hasta el día de hoy, lo que contrasta con sus normas arbitrales internacionales.
Esta aproximación, nos conduce como primera conclusión parcial a afirmar que el arbitraje no se ha regulado en el Derecho interno como una institución autónoma de características propias y, por lo tanto, el legislador se ha ocupado de esbozar algunos de sus elementos, los procesales, más no del arbitraje propiamente tal, lo que sin duda se refleja en una visión simplista que lo reduce a un juicio especial. Por otra parte, en la actualidad resulta cotidiano encontrar casos en que el legislador recurre a la expresión “arbitraje” para encasillar en ella mecanismos heterocompositivos que poco o nada tienen que ver con tal figura. A modo de ejemplo, la Constitución Política de 1980 se refiere en su art. 19 Nº 16, inc. 5°, al arbitraje en materia de negociaciones colectivas, configurando sin embargo un mecanismo que en caso alguno puede considerarse como tal (Jequier, 2013). Se trata más bien de intervenciones del Estado en el ámbito de la tutela de los intereses colectivos que se justifica y legitima por razones de utilidad social.
La necesaria revitalización de esta institucionalidad se pretendió concretar en el año 1992, fecha en que, por Mensaje del Presidente de la República (Boletín N° 857-07), se presentó un proyecto de ley sobre “jueces árbitros y procedimiento arbitral” cuyo objetivo principal versaba sobre modificar la normativa existente sobre la materia. Durante la tramitación del proyecto en el Senado en marzo de 1993, es posible observar que los puntos debatidos se centraron básicamente en dos aspectos: si con este proyecto se estaba vulnerando el principio de gratuidad que inspira la administración de justicia moderna, y si aquel debía ser estudiado en conjunto con el resto de las modificaciones que se querían introducir a la administración de justicia para seguir un solo hilo conductor. De manera absolutamente aislada se manifestó la preocupación por el forzamiento de los arbitrajes, pero nada se dijo sobre los existentes. Finalmente, si bien el proyecto fue aprobado por el Senado, no logró prosperar en la Cámara de Diputados, archivándose tardíamente en el año 2002. Como se puede observar, no se llevó a cabo la discusión de los aspectos realmente trascendentes para el arbitraje, de manera que el propósito del citado proyecto fue cuando menos superficial, inspirado en objetivos de índole político-económicos (descongestivos), mas no jurídicos, por lo que en verdad no podríamos señalar que su fracaso fuese una pérdida para la institución que nos ocupa.
3. Reconocimiento constitucional del arbitraje en derecho comparado [arriba]
En este punto, podemos encontrar dos realidades, países que –como Chile- no presentan una mención expresa frente al arbitraje, y otros que sí lo hacen. En el primer caso se encuentra, a modo de ejemplo, en España, pues si bien la Constitución de 1812 constitucionalizó el arbitraje disponiendo en sus arts. 280 y 281; luego, en la Constitución Española de 1978, no encontraremos ninguna mención explícita ni implícita al arbitraje en el texto constitucional. Ha sido el Tribunal Constitucional (TC) el que ha debido pronunciarse sobre la constitucionalidad del arbitraje, declarando de forma reiterada que el arbitraje es un equivalente jurisdiccional, mediante el cual las partes pueden lograr los mismos objetivos que en la jurisdicción civil, es decir, pueden obtener una decisión que ponga fin al conflicto con todos los efectos de la cosa juzgada. Al mismo tiempo, el TC ha sostenido que el derecho a la tutela judicial efectiva que la Constitución reconoce a todos no queda menoscabado por el hecho de someter voluntariamente una cuestión litigiosa determinada al arbitraje de un tercero. En este orden de ideas, el TC español en su sentencia de 17 de enero de 2005 considera que el arbitraje es un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la libertad y la autonomía de la voluntad de las partes.
Otros casos de reconocimiento constitucional podemos mencionar a Venezuela, en cuya Constitución Política de 1999 se incorporó el arbitraje en sus arts. 253 y 258, como parte integrante del sistema judicial, pero fuera del poder judicial (Petzold, 2004). En esta misma línea Ecuador (Art. 190, CP 2008), Perú (arts. 62 y 139, CP 1993), Colombia (art. 116, CP 1991), entre otros, han incluido el arbitraje en sus constituciones. En el caso de México se plantean algunos cuestionamientos sobre esta materia (Fernández, 2017) aún cuando se aboga por su reconocimiento como derecho fundamental (González de Cossío, 2013). Chile, no solo no ha reconocido expresamente un derecho constitucional al arbitraje, sino que además ha considerado que la justicia arbitral es parte del Poder Judicial, junto con establecer arbitrajes obligatorios que a todas luces es inconstitucional, tal como veremos más adelante. A pesar de ello, podemos afirmar que el derecho a recurrir al arbitraje emana del derecho fundamental que reconoce la libertad de las partes.
Ahora bien, también debiéramos resolver si en el arbitraje interno es procedente el recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad previsto en el art. 93 Nº 6 de la CP de 1980, cuando la norma legal que se califica de inconstitucional incide en el fondo de una decisión que debe adoptar un árbitro. Si analizamos los requerimientos del citado precepto, llegaremos a la conclusión que la conformación normativa de la acción de inaplicabilidad no procedería respecto de los arbitrajes pues no son tribunales ni ordinarios ni especiales. Solo sería aplicable, en casos de arbitrajes de derecho o mixtos, cuando el laudo respectivo se encuentre sometido a la revisión de los órganos jurisdiccionales estatales, con ocasión del ejercicio de los recursos procesales pertinentes, lo que deja a la luz la incongruencia intrínseca que subyace en un sistema arbitral en donde los laudos son revisables y modificables en su mérito por la justicia estatal, como si se tratase de primera instancia emanadas de sus propios órganos (Jequier, 2013).
4. Posición jurisdiccionalista del arbitraje interno adoptada en Chile [arriba]
Sin ánimo de reproducir las vicisitudes de la discusión que ha marcado el curso de la historia de la institución arbitral en cuanto a su naturaleza, baste señalar que las tesis más recurrentes son tres: procesal (jurisdiccional), contractual y mixta (Vásquez, 2010). En Chile no se efectuó esta reflexión, desde muy temprano la tesis jurisdiccional, que va mucho más allá de la tesis procesal, pues esta última pone el foco de atención en el proceso, mientras que la jurisdiccional lo hace en la justicia estatal. En otras palabras, la doctrina y jurisprudencia han estado al margen de la disputa realizada sobre la naturaleza jurídica del arbitraje y se acepta en forma común, tradicional, y casi sin mayor discusión la tesis jurisdiccional. A modo de ejemplo, autores como Pereira (1993); Aylwin (2005); Casarino (2011) y Picand (2007).
Entre los fundamentos que se arguyen a favor de esta tesis se ha señalado que el arbitraje importa una jurisdicción que el Estado franquea a los individuos, al lado de la jurisdicción ordinaria, para cuando desean sustraerse de esta. Los árbitros son jueces transitorios nombrados por las partes, para que en un caso determinado ejerzan jurisdicción. La principal carencia respecto de la jurisdicción estatal es la falta de imperio; pero esta circunstancia no les excluye su carácter de tribunal público y titular de jurisdicción. El rol de las partes solo queda relegado a una función organizativa en torno a estos tribunales y consiste en provocar la acción de la jurisdicción arbitral, pero no influye en modo alguno en lo que esta es (Aylwin 2005 y Eyzaguirre, 1981).
Asimismo, se ha afirmado que las tesis explicativas de la naturaleza jurídica del arbitraje serían aplicables al caso del arbitraje voluntario, toda vez que en los arbitrajes forzosos no hay elemento alguno que introduzca confusión, dado que se trata de un juicio establecido por la ley como el único posible para estos casos y no tiene lugar el acuerdo previo de las partes. Se aprecia en esta idea la confusión entre la naturaleza del arbitraje con uno de sus elementos, como es la causa de su nacimiento o fuente, por lo que discrepamos de esta solución no en el fondo, sino también por considerar que la distinción no es acertada en modo alguno. El hecho que se señale que el arbitraje es “convencional”, cuando su fuente es un acuerdo arbitral, y “legal” cuando lo es la ley, no puede dar pábulo para afirmar que este último sea más jurisdiccional que el primero, porque en ambos casos se provoca un mismo efecto en caso de activarse el mecanismo, cual es el procedimiento arbitral.
Hasta el día de hoy el sistema procesal y la jurisprudencia mayoritaria chilena reconocen a los árbitros como tribunales pertenecientes al poder judicial y, como tales, les asegura jurisdicción y competencia para resolver conflictos por medio del proceso y valor de cosa juzgada a sus decisiones. Por ello se señala que la jurisdicción del árbitro tiene su legitimación en la Constitución y en la ley, y no, necesariamente, en la voluntad de los litigantes (Colombo, 2004). Para esta doctrina, el tribunal arbitral es una clase de tribunal establecido en la ley y contemplado como tal por la organización judicial en cumplimiento a lo establecido en el art. 77 de la Constitución Política, que prescribe que solo en virtud de una ley orgánica constitucional pueden crearse tribunales y fijársele sus atribuciones. El carácter de “juez” arranca del citado mandato y del tenor de lo dispuesto en el art. 222 del COT, además de su incorporación al “sistema de jurisdicción nacional” según se desprende del art. 5 COT y, como tales, cuentan con todas las prerrogativas que les proporciona el “poder” de la jurisdicción y tienen todas las obligaciones y cargas que les impone su “deber”.
Siguiendo esta idea, se arguye idéntico planteamiento a partir de lo preceptuado en el art. 76 de la Constitución Política, que fija el ámbito de la jurisdicción conferida al poder judicial. Los árbitros son concebidos como órganos del Estado a quienes se les aplican los preceptos de la Constitución contenidos en el Capítulo sobre Bases de la Institucionalidad referidos a los principios de obligatoriedad de la Carta, de Supremacía Constitucional, de imperio de la ley y de nulidad de Derecho público, a los requisitos de validez de los órganos del Estado, a la responsabilidad y sanciones que se producen por su incumplimiento, a la obligación de probidad de sus actuaciones. En suma, conforme a esta tesis, la reglamentación de la institución de los jueces árbitros efectuada tanto en el COT, como en el CPC, concuerda con el carácter público de su función que los convierte en tribunales de la Nación, sometidos a la superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema (art. 82 CP). Estos tribunales serían especiales y en tal calidad se les aplica el art. 93 Nº 6 de la Constitución Política que entrega al Tribunal Constitucional la resolución de la inaplicabilidad de un precepto legal cuya aplicación en cualquier gestión que se siga ante un tribunal ordinario o especial, resulte contraria a la Constitución (Silva, 2007).
En nuestra opinión, resulta evidente que los árbitros en el ordenamiento chileno, al igual que en el Derecho comparado, tienen una especie de jurisdicción que les ha sido reconocida y cedida por el Estado y que, por lo mismo, resulta un equivalente jurisdiccional (arts. 5º y 222 COT), sin embargo, de ahí a entender que la función apuntada le imprime a la institución arbitral una naturaleza jurisdiccional y, más aún, que los árbitros forman parte del Poder Judicial, resulta inconcebible.
Lo esencial al arbitraje es la libertad de las partes (Barona, 2011). En este contexto, debe entenderse como una institución regida por la autonomía de la voluntad y un conjunto de normas o disposiciones del Derecho que regulan coordinadamente las relaciones jurídicas de una clase determinada, de modo que el arbitraje resulta serlo porque en él confluyen un conjunto de actividades relacionadas entre sí por el vínculo de una idea común y objetiva: la solución de un conflicto, y principalmente porque comprende varios tipos de relaciones: las que se producen entre las partes que acuerdan someterse a arbitraje; las relaciones que nacen entre estas y los árbitros una vez que estos aceptan el arbitraje; y las de unos y otros con la jurisdicción estatal, todas se encuentran directamente interrelacionadas y sus efectos y eficacia reconocidos por el Estado (Vásquez, 2009).
5. Sobre la necesidad de un planteamiento diferente [arriba]
Hoy en día, la tendencia inequívoca pasa por regular al arbitraje en un cuerpo normativo propio e independiente que reconozca su autonomía y especial naturaleza. En la actualidad nadie parece dudar que aquel es el camino a seguir, principalmente a partir de la Ley Modelo UNCITRAL que estableciendo un patrón independiente ha motivado a diversas legislaciones a imprimir no en relación al campo internacional, sino también en el interno.
Si bien, los antecedentes histórico-legislativos son útiles para explicar la anómala situación existente, toda vez que los primeros legisladores fueron extremadamente sensibles al derecho foráneo, especialmente al español que en esa época abrazaba la idea “jurisdiccional” del arbitraje; sin embargo, mientras la legislación arbitral chilena se mantuvo en un compartimiento estanco, los modelos normativos seguidos –preocupados por la maduración de la institución– presentan a la fecha variadas modificaciones y avances en esta materia, entre las que por cierto se encuentra el completo abandono de la tesis jurisdiccional acuñada un día en el convencimiento y aceptación de que la actividad arbitral no debe ser necesariamente explicada desde la óptica jurisdiccional-estatal.
La principal razón de fondo que se alberga en esta idea es que la jurisdicción, en cuanto función de juzgar, puede ser ejercida por los tribunales estatales (art. 76 CP), de modo que si bien los tribunales arbitrales no pueden – por su naturaleza – formar parte del poder judicial (y así lo reconoce el legislador al no haberlos incorporado en dicha ordenación y la Corte Suprema cuando ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre esta temática), debían quedar incorporados en la disposición que regula la administración de justicia por entenderse como privativa del Estado. En otras palabras, si la jurisdicción es una facultad estatal monopólica, nadie que no posea dicho carácter puede ejercerla y los tribunales arbitrales no pueden ser la excepción, empero, como tampoco pueden formar parte del poder judicial, entonces, se les deja en una zona incómoda que trata de salvarse doctrinaria y jurisprudencialmente afirmando categóricamente que estos si son tribunales estatales, aunque no formen parte del poder judicial, situación que por supuesto no logra convencer.
Esta concepción implica aceptar la premisa que la facultad de juzgar, en cuanto tal, no es privativa del Estado y de sus órganos judiciales, pensar lo contrario obligaría a sostener que existe un monopolio judicial por parte del Estado y ello carece de todo asidero, por cuanto, de la misma forma como los particulares pueden crearse circunstancialmente un derecho privado propio, con tal que no sea contrario a las leyes, a la moral y el orden público, del mismo modo, pueden resolver sus controversias por medios contractuales (ej.: Transacción) e instituir una jurisdicción casual propia para la resolución de determinados asuntos, confiándose a terceros árbitros sus disputas.
El principio según el cual el poder judicial está confiado a los jueces estatales afecta el ámbito de los poderes ejecutivo y judicial, en cuanto división de poderes. Bajo este prisma ha de sostenerse indudablemente que la raíz del arbitraje se encuentra en la autonomía de la voluntad de los particulares, de manera que si se debe buscar un cimiento constitucional de su consagración no debe hacerse desde la óptica jurisdiccionalista necesariamente, sino más bien en el reconocimiento de la “libertad” de los ciudadanos como principio fundamental y valor superior del ordenamiento. En otras palabras, del mismo modo como la Constitución Política establece la jurisdicción estatal, también reconoce a los particulares el principio fundamental de la libertad y la renunciabilidad de los derechos concedidos por las leyes, no siendo contrario a la moral, al orden y al interés público, y es en este contexto donde debemos ubicar el arbitraje.
Sobre este punto, pese a la ausencia de expresión positiva en nuestra Constitución Política, la base del arbitraje está radicada habremos de encontrarla claramente en las normas relativas a la libertad y la igualdad de las personas. Adquiriendo pleno sentido el hecho que el Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común (art. 1º). En esta línea, se ha esgrimido que aun cuando la Constitución no contenga una referencia explícita en relación al arbitraje, constituye un deber habilitar la integración de la función arbitral en el seno de una más amplia función jurisdiccional orientada a la defensa de los Derechos subjetivos a la realización de la justicia y ha de ser también la Constitución la que suministre los principios y valores esenciales para el desempeño de esa función tanto en sede jurisdiccional como arbitral, tales como los principios de igualdad de las partes, audiencia y contradicción .
A mayor abundamiento debemos considerar que este clásico rol omnipresente del Estado, como ente detentador del poder jurisdiccional de una manera privativa y excluyente, se logra explicar a partir de las concepciones acuñadas en el siglo XX, propias del Estado protector. Hoy en día, en cambio, tal modelo está en franca retirada o a lo menos se ha ido matizando o equilibrando, debido a que los Estados están interesados en la adopción de los ADR (alternative/adecuate Dispute Resolutions) que se han desarrollado con fuerza en las últimas décadas siguiendo a los sistemas anglosajones. Este movimiento ha impulsado la búsqueda de medios alternativos que permite tutelar al individuo, al ciudadano, que ayuden a buscar salida a sus dudas, interpretaciones o conflictos y que pueden ofrecer respuestas ágiles, económicas, menos formales y satisfactorias, fuera del cauce del proceso judicial estatal. Sin duda, la función de la jurisdicción como ente resolutor del conflicto no solo reside en el proceso jurisdiccional.
El empleo del arbitraje no supone una usurpación de las funciones jurisdiccionales que corresponden al Estado, o si se quiere, un desentendimiento por parte de este de la función jurisdiccional inherente a su soberanía, el proceso es, prácticamente, el único elemento que el arbitraje toma prestado del Estado. En tal sentido, la conclusión es que los árbitros no ejercen una potestad jurisdiccional y, arbitraje y jurisdicción estatal se encuentran en edificios diferentes interconectados cuando el primero requiere del apoyo y control de esta última. Por otra parte, el arbitraje no vulnera los postulados de unidad jurisdiccional y del monopolio estatal de la jurisdicción pues el árbitro no posee una posición jerárquica por encima de las partes, su función es ocasional, su poder decisorio se mueve únicamente en los términos fijados por el compromiso y, además, los laudos precisan para su ejecución el concurso de la potestad jurisdiccional.
Una diferencia fundamental entre los tipos de cláusulas que afectan a la competencia, esto es, las de arbitraje y las derogatio fori, es que mientras las primeras transfieren la competencia que podría tener un tribunal a otro, la de arbitraje “crea” esa competencia que de no ser por ella no existiría. Por lo demás, el árbitro está limitado por la voluntad de las partes a un determinado asunto y por la ley a un determinado tipo de controversias, no dispone de poder de ejecución con fuerza pública y su función es esencialmente discontinua en el tiempo. Como consecuencia de lo anterior, es irreal que entre jueces y árbitros exista un conflicto de jurisdicción o de competencia, ya que en la base de toda la jurisdicción arbitral está la facultad de disposición de las partes sobre las controversias privadas que entre ellos surjan.
Finalmente, es preciso aceptar que la tesis jurisdiccional en sentido estricto no plantea que los árbitros formen parte del poder judicial estatal, lo que esgrime es que el arbitraje se equipara más bien a la jurisdicción ya que es en esencia un proceso; porque en él concurren tres elementos de la relación procesal: partes, litigio y el juez, y se ven vinculadas instituciones como la cosa juzgada del laudo, entre otras características, pero lo cierto, es que la tríada básica de la actividad jurisdiccional (jurisdicción, acción y proceso) se ve seriamente cuestionada con la falta de ejercicio jurisdiccional propiamente tal. De este modo, es cuestionable que la doctrina chilena señale que abraza la “tesis jurisdiccional”, porque lo que en realidad abriga es una premisa distinta que confunde arbitraje y justicia estatal.
Resumidamente, se podría indicar que los efectos de esta decisión se vinculan a los aspectos limítrofes del arbitraje, es decir, hasta dónde alcanza o es posible que llegue su ámbito de aplicación objetiva, cuáles son los poderes del árbitro, y como se conecta su funcionamiento con la justicia estatal. Así, por ejemplo, desde una posición jurisdiccionalista se entenderá que el árbitro posee la misión de juzgar en un sentido amplio y por esa razón su decisión queda asimilada a una sentencia que puede ser objeto de un recurso ante la jurisdicción (Fernández, 2007). En cambio, desde la estela contractual, el árbitro tendrá el poder que las partes le confieren dentro del ámbito permitido por la ley, desde esta óptica o la mixta la revisión del fallo dictado por el árbitro por la vía jurisdiccional se debe limitar a juzgar la presencia de mínimas garantías, porque las facultades conferidas por las partes para decidir no se transfieren a los demás tribunales.
Igualmente, de esta elección depende el régimen de aplicación temporal y espacial de las normas arbitrales y sus criterios de interpretación e integración de lagunas legales, así, optar por una posición mixta implicaría necesariamente precisar cuáles, de entre las normas reguladoras del arbitraje, son sustantivas y cuáles, por el contrario, son procesales con el objeto de fijar los respectivos ámbitos de aplicación. Otro tanto cabe comprender respecto de los tipos de responsabilidades en que puede incurrir un árbitro. En otras palabras, la inclinación que finalmente se realiza por su naturaleza no presenta un contenido vacío, abstracto o meramente teórico, sino que la adopción de una de ellas conlleva la aceptación de una serie de consecuencias prácticas en la institución del arbitraje que deben ser tomadas en consideración con una visión de trascendencia, ya que de ella se impregnarán y dispersarán alcances prácticos muy relevantes. En este escenario, nos importa situar las consecuencias de la tesis jurisdiccional adoptada en Chile con el objeto de contornear, en mayor o menor medida, los efectos de la posición adoptada.
Lejos de ser una cuestión inocua, observamos una marcada tendencia hacia la integración del arbitraje en la tesis jurisdiccional, que no resulta baladí, puesto que acarrea consecuencias relevantes. Una de las más importantes es el control estatal de las sentencias pronunciadas por árbitros, lo que limita al arbitraje en su esencia, pues, como se comprenderá, al regular al árbitro como un tribunal perteneciente a la maquinaria estatal, se relativiza el valor de la sentencia por él pronunciada (árbitros de derecho y mixto) y sus posibilidades de revisión por los tribunales ordinarios, generando un foco de distorsión de la actividad arbitral por medio de la filtración y control de la actividad jurisdiccional estatal (arts. 239 COT y 242 CPC). Solo si las partes renuncian a estos recursos anticipadamente, los tribunales ordinarios perderán tal competencia.
Esta forma de entender la resolución de conflictos arbitral deriva en un serio cuestionamiento al efecto negativo del laudo arbitral y el respeto de la autonomía privada Las partes al decidir su sumisión a un árbitro, en la resolución de un conflicto, renuncian a que dicho asunto sea conocido y juzgado por los tribunales ordinarios del Estado, de modo que, si las sentencias pronunciadas por los árbitros se revisan por la justicia estatal en el fondo, esto debería entenderse, al menos, como una vulneración de la voluntad de las partes y de la actividad arbitral que debiera ser autónoma e independiente. No estamos proponiendo que los fallos arbitrales no puedan ser revisados en ningún supuesto, sino que la labor de la jurisdicción estatal debiese solo circunscribirse a áreas como es el respeto de ciertas garantías procesales que no pueden ser ignoradas por el árbitro en la dictación de sus fallos, tal como ocurre en la Ley N° 19.971).
Ante esta realidad, es imposible huir de la reflexión acerca de lo extraño que resulta que la misma labor arbitral tenga dos naturalezas distintas, solamente fundada en el carácter local o internacional del conflicto. Resulta, cuando menos, llamativo que no podamos sostener las mismas prédicas respecto del árbitro regulado en la LACI, pues no existe duda que aquel no es un funcionario público; no pertenece al poder judicial chileno; ni la Corte Suprema ejerce supervigilancia de ningún tipo sobre él.
7. Sobre el necesario reconocimiento a la autonomía del arbitraje [arriba]
En concordancia con lo ya planteado, debemos tener claro que el arbitraje se sustenta sobre la autonomía de la voluntad. En tal contexto es preciso considerar que la autonomía de la voluntad tiene los límites en sí misma, pues incluye una exigencia de certeza y que la jurisdicción como poder del Estado no se vea afectada por la sumisión de la cuestión a arbitraje aportando así una dosis considerable de libertad, pero también una serie de exigencias de respeto a ella misma, a la previsibilidad y a la seguridad jurídica (Artuch, 1997).
En segundo lugar, constatamos este principio al examinar el convenio arbitral en su relación con el contrato en que se inserta o con aquel que se relaciona. Se enmarca así la autonomía del convenio, principio que consiste en considerar al convenio arbitral como un acuerdo completamente independiente del contrato del que físicamente forma parte. La importancia de este principio reside básicamente en la revisión de su validez, ya que al entenderse que la conexión entre ambos es meramente objetiva, se logra afirmar que ambos son unidades distintas e independientes entre sí con todas las consecuencias que ello provoca (Diez-Picazo, 1954). Otra de las características significativamente importantes, es que al árbitro se le reconoce la autonomía para conocer de su propia competencia, es decir, si alguna de las partes esgrime la nulidad del contrato en que se inserta el contrato arbitral o solo de este último, quien lo debe juzgar es el propio árbitro (García, 1988). En cuanto a la relación de la institución arbitral con los tribunales estatales se ha sostenido que los árbitros gozan de autonomía e independencia en su accionar (Senes, 2007), por lo tanto, la intervención de tribunales estatales se encuentra restringida a aspectos bien determinados como el apoyo a la actividad arbitral y el control del laudo, siempre que no se trate de una revisión del fondo del asunto. Entender lo contrario, conllevaría una vulneración de la competencia de este último y de la renuncia que las partes hicieron respecto de los órganos judiciales. Finalmente, se ha recogido esta autonomía en un cuerpo legislativo diferenciado de los códigos procesales.
En esta lógica, el arbitraje se erige como una alternativa a la jurisdicción de juzgados y tribunales. Nace con un acto específico, que determinan los particulares dentro de un campo de acción y que se manifiesta en el acuerdo arbitral. En efecto, si el acuerdo arbitral es válido se entiende que el tribunal arbitral es competente y como tal, se excluye la jurisdicción estatal para conocer sobre el asunto entregado al arbitraje. De este modo, la dinámica desde la que puede entenderse esta relación podría resumirse en que los árbitros gozan de autoritas en el ejercicio de sus funciones concedida por las partes en el convenio arbitral, pero esta es una facultad limitada por la simultánea carencia de las potestas de la cual gozan los jueces pertenecientes al poder judicial o estatal y, en tal escenario, los tribunales estatales están llamados a auxiliar y controlar la actividad arbitral para la eficacia de esta última pero con una intervención acotada.
La legitimación de esta autonomía se debe a los intereses que envuelve y que afectan, como son la comunidad comercial (principalmente internacional), los Estados, los profesionales que en esta institución participan (árbitros, abogados, instituciones arbitrales), como a los consumidores (Petsche, 2005). Claramente, la adopción de las reglas arbitrales internacionales en el campo doméstico ayuda a promover una substantiva y querida uniformización del Derecho arbitral en beneficio de todo en cuanto ello fuere posible (Olivencia, 2006). Esta regulación unitaria permite, al margen de cuestiones muy específicas, que el arbitraje interno y el internacional descansen en los mismos preceptos, lo que equivale a reconocer que los caracteres y elementos delimitadores del arbitraje no dependen ni del lugar en que se lleva a cabo, ni de la nacionalidad de las partes, ni del derecho aplicable al fondo o al procedimiento ni, incluso de la voluntad de las partes (véase Fernández, 2007 y Mantilla-Serrano, 2005).
Efectuados los anteriores lineamientos, es relevante destacar que, el principio de autonomía arbitral no fue diseñado premeditadamente ni por la doctrina, ni por el legislador; en la mayoría de los casos ha resultado ser la respuesta natural frente al marcado desarrollo que ha experimentado la institución en este último siglo, de lo contrario, seguramente el arbitraje no habría tenido el auge y credibilidad de que goza hoy en día. La lógica empleada reside en el reconocimiento de una naturaleza particular de este instituto que presenta rasgos y características propias no circunscribibles a las clásicas formulaciones que pretendían explicar el arbitraje desde un estadio conocido.
8. Desafíos para el Derecho arbitral chileno [arriba]
En Chile, como hemos podido observar, la aplicación del principio de la autonomía de la voluntad y por extensión, del mismo arbitraje, se pone en jaque en su marco legislativo, a partir de diferentes manifestaciones. En efecto, si bien la autonomía de la voluntad descansa en principios fundamentales reconocidos constitucionalmente, su consagración efectiva en relación al arbitraje interno presenta una situación dispar, pues aun cuando las partes tienen por regla general libertad para someterse a un arbitraje (art. 228 COT), nombrar al tribunal arbitral (arts. 222, 223, 224, 231, 232, 233 COT), terminar el compromiso (arts. 240 COT), renunciar a ciertos recursos (arts. 239 COT), este principio se ve limitado en un punto crucial ya que el legislador impone un sometimiento obligatorio del arbitraje respecto de determinadas materias (Art. 227 COT). El legislador chileno no ha mantenido este forzamiento, sino que, más aún, ha pretendido aumentar dicho elenco de materias. Se evidencia, de esta manera, que la ley chilena es una de aquellas donde el arbitraje forzoso tiene una consagración legal sólida y que sigue profesando adherentes que quieren aumentar los casos de obligatoriedad (Ej.: Ley N° 20.667 de 2013). Que la materia sea de arbitraje forzoso implica que se priva a la jurisdicción ordinaria o especial de la posibilidad de conocer de estos asuntos. Constituyen, por tanto, normas de competencia absoluta y en tal carácter se erigen como normas de orden público, apreciables de oficio por los tribunales e inderogables por las partes.
Siendo la fuente del arbitraje la ley, no se requerirá de un convenio o acuerdo entre las partes para sustraerse de la jurisdicción oficial frente al surgimiento de una controversia sobre una de las materias catalogadas de arbitraje forzoso. Esto implica que las partes no son libres en cuanto a decidir someter este asunto a una jurisdicción ordinaria o arbitral, ni el momento en que recurrirán a esta vía, ya que estarán forzadas a ella una vez que ha nacido el conflicto, a pesar de su voluntad. Subsecuentemente, lo único que deberá hacer una de las partes es recurrir a un juez ordinario con el objeto de obtener la designación del tribunal arbitral respectivo, en caso de no lograr acuerdo al respecto (232 COT). Atenúa, pero no contraria del todo la situación anterior, el hecho que el inciso final del art. 227 del COT establezca que las partes pueden solucionar por sí mismos los conflictos vinculados a arbitraje forzoso, con tal que tengan la libre disposición de sus bienes. Por cuanto se reconoce aquí un germen de voluntariedad de las partes al permitir que estas puedan resolver por sí mismas sus disputas, es decir, que extingan sus controversias llegando amistosamente a un acuerdo; sin embargo, de ninguna forma podrían las partes decidir someter el litigio a la justicia ordinaria lo que equivale a desconocer el principio fundamental de tutela efectiva frente al Estado. El único caso en que las partes podrán acudir a la justicia ordinaria será en el contemplado en el inciso final de la referida disposición que así lo establece para los supuestos de liquidación de la sociedad conyugal o el régimen de participación en los gananciales, cuando se trate de un juicio de separación judicial o declaración de nulidad del matrimonio. En suma, el arbitraje forzoso es inconstitucional, si consideramos que el instituto arbitral, en cuanto mecanismo alternativo de resolución de conflictos, se funda desde sus más remotos orígenes históricos en la libertad y en la autonomía de la voluntad. La libertad en que se sostiene el arbitraje constituye un derecho fundamental de la persona humana, reconocido en la Constitución de 1980.
Se hace indispensable una pronta revisión de la normativa vigente en Chile sobre arbitraje interno, que suprima toda manifestación de arbitraje forzoso sobre materias disponibles en derecho, que reconozca la naturaleza y fines de la institución arbitral, tal como lo hace su Ley Nº 19.971, sobre Arbitraje Comercial Internacional.
Este estudio ha logrado vislumbrar y analizar los cimientos sobre los que descansa la tesis jurisdiccional acuñada en Chile sobre el arbitraje interno, que lo ha caracterizado desde hace décadas como parte de la justicia estatal, negando su autonomía y los derechos constitucionales sobre los que descansa. En efecto, como hemos señalado, el peso de la tradición ha incorporado a nuestro acervo jurídico cultural una dependencia del arbitraje respecto de la jurisdicción estatal que, lejos de consideraciones meramente dogmáticas, genera distorsiones en algunas categorías y, por extensión, afecta al correcto entendimiento, desarrollo y autonomía de la institución arbitral.
También hemos podido comprobar que hoy en día es necesario realizar, definitivamente, un quiebre entre la disciplina procesal y la arbitral, en tanto, aquella excede los límites de la primera. Ello, tampoco es un capricho meramente academicista, sino que por el contrario irroga una serie de consecuencias prácticas, entre las que nos permitimos remarcar la vulneración al principio de la autonomía de la libertad y el excesivo control por parte de la jurisdicción estatal, a tenor de los mecanismos que se activan derivados del sistema recursivo. Todo ello ha de conducir a pregonar una mayor libertad en el actuar de los árbitros, solamente limitados por la disposición de las partes y, por ende, un respeto irrestricto a las decisiones de fondo tomadas en sede arbitral, cuando las partes en conflicto hayan renunciado a los recursos habituales de la jurisdicción ordinaria.
Desde una perspectiva constitucional, hemos de comprender que la libertad en que se fundamenta el arbitraje constituye un derecho fundamental consagrado en la Constitución Política de 1980, que no puede desconocerse. Los ciudadanos tienen derecho a brindarse una justicia privada para resolver los asuntos sobre los que tienen disposición, a los que se suman otros en que la ley posibilita este mecanismo. El arbitraje forzoso, en cambio, constituye un atentado contra el derecho de tutela judicial efectiva en su vertiente de acceso a la jurisdicción, consagrado en la misma Carta Fundamental.
El arbitraje constituye una alternativa a la justicia estatal. No se trata de justicia de segunda clase, ni de erigir barreras de acceso o segregaciones económicas. Es tiempo de desarrollar alternativas que, del mismo modo que otras, consigan eficacia, eficiencia, rapidez y, en definitiva, justicia. En este camino, resulta indispensable una pronta revisión de la normativa arbitral interna en Chile que reconozca la especial naturaleza y fisonomía de la institución arbitral, de la misma forma que se ha hecho en relación al arbitraje comercial internacional (Ley N° 19.971/2004).
Este trabajo forma parte de los resultados del Proyecto Anillo sobre “Mecanismos alternativos de solución de conflictos, como herramienta de modernización de la justicia. Construcción dogmática a partir de un análisis multidisciplinario”, SOC 1406, financiado por la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICYT) del Gobierno de Chile.
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* María Fernanda Vásquez Palma, Profesora de la Universidad de Talca. Doctora en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, E Mail: mfavsquez@utalca.cl. ** Jordi Delgado Castro, Profesor de Derecho procesal de la Universidad de Talca. Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona, E mail: jdelgado@utalca.cl.