López Mesa, Marcelo J. 25-03-2024 - La inoponibilidad de la personalidad jurídica en el Código Civil y Comercial (y la doctrina del levantamiento del velo, del disregard o de la penetración societarias en la jurisprudencia argentina) 15-04-2024 - Las obligaciones quérables o de recogida en el Código Civil y Comercial argentino 11-08-2023 - El "Interdicto" de obra nueva y algunas precisiones para su mayor conocimiento y más eficaz utilización 04-09-2024 - La responsabilidad por vicios y defectos de edificación 10-09-2024 - El art. 392 del CCC y las enajenaciones a non domino
Citados
Código Civil y Comercial de la Nación - Libro Tercero - Derechos PersonalesArtículo 1113 - Artículo 1757 (Argentina - Nacional)
Los principios del derecho privado patrimonial en el Código Civil y Comercial
Por Marcelo J. López Mesa[1]
I) El Código Civil y Comercial y su real configuración [arriba]
El Código instaurado por la Ley N° 26994 puede juzgarse –a estas alturas y acallada la algarabía inicial, hija del entusiasmo desmedido y de la falta de reflexión serena–, como un intento del legislador de dictar un código novedoso de derecho privado, a la altura de las necesidades, tendencias y cambios que exhibía la sociedad argentina. Desafortunadamente es innegable, ocho años después, que el objetivo no se logró y que el malhadado Código flota desde el día de su vigencia en una suerte de limbo.
La asistematicidad es una característica comprobable y acendrada del Código Civil y Comercial: se dispersan normas atinentes a una misma figura por diversos segmentos y hasta diferentes libros del ordenamiento, haciendo muchas veces difícil encontrar –dada su ubicación peculiar, por decir lo menos– algunas normas trascendentes[2]; se suman a ella una serie de regulaciones insuficientes, en numerosos temas y, en el otro extremo, una cantidad de vacíos normativos, que deben ser llenados por el juez, a mérito de lo dispuesto por el art. 3 CCC.
Para peor, se reemplazó el valioso bagaje de los dogmas velezanos y la doctrina y jurisprudencia largamente centenaria edificada sobre ellos, no por un ordenamiento mejor, sino casi por la nada misma. Porque un texto precario vigente, sin una exégesis solvente y sin libros y artículos sólidos construidos en su derredor, implica haber reemplazado ideas y prácticas jurídicas de casi un siglo y medio por un vacío indescriptible. Ya próximo a cumplir ocho años de vigencia el código, son las descriptas realidades indisimulables.
Y después las mentes sencillas se preguntan por las causas de las desgracias forenses argentinas del presente. Una de ellas es la falta de arraigo del nuevo código, que se corporiza en el desconocimiento de las normas y principios del mismo en la mente de los operadores jurídicos y en la aplicación de normas sueltas o, peor aún, de fragmentos de ellas, lo que implica una aplicación cuestionable del derecho al caso, es decir, todo lo contrario a lo que un buen operador jurídico debe lograr, que es hallar la “norma total” aplicable al asunto que tiene que encauzar jurídicamente, esto es, la cadena o concatenación normativa que reúne a las diversas normas individuales en juego en el caso, para plasmar la voluntad completa del legislador para asuntos como ese[3].
Otro síntoma de desarraigo es que muchos, la mayoría de quienes se valen del código, siguen pensando los casos que se les presentan con los paradigmas y normativa del Código de Vélez, porque es lo que conocen y luego, simplemente, les cambian el número del artículo, para acomodar –supuestamente– esos criterios al Código vigente. El problema es que tal proceder es profundamente erróneo y arroja resultados despreciables, dada la falta de equivalencia de ambos ordenamientos.
Y otro gran problema que presenta el CCC es la recepción en él de ideologías subterráneas, solapadas, como el profundo sentido anticapitalista y socializante, que campa en algunas normas, arquetípicamente el art. 1757 CCC verdadero eje del sistema de responsabilidad civil, cuya objetivización rampante de la responsabilidad es incompatible con los riesgos que exige tomar el desarrollo de una economía capitalista y desalienta las inversiones y el crecimiento del empleo.
Cabe extraer una enseñanza de la realidad de los últimos cincuenta años: desde 1968 –a mérito de los excesos interpretativos del art. 1113 CC– al presente la economía argentina ha descendido por una pendiente inclinada, que se pronunció más aún desde 2015 a la fecha, dado el tenor y esfera de aplicación del art. 1757 CCC. ¿Nadie se puso a pensar que un país con problemas de trabajo, con multitud de desocupados y trabajadores informales que se cuentan por millones no puede tener como eje de su sistema de responsabilidad a un elemento que espanta a los empresarios y les hace asumir el menor riesgo posible, como es este factor tan peculiar creado en Argentina, al igual que el dulce de leche y la birome?¿Alguien sensatamente cree que va a fomentar la creación de empleos el texto actual del art. 1757 CCC y el riesgo creado como paradigma?
Peor aún, hay conceptos tan evanescentes y normas tan líquidas en el CCC, que se prestan a su desnaturalización ideologizada. Conceptos sin real carnadura y que son auténticas “cajas de sastre”, porque admiten cualquier contenido, como el de personas vulnerables, perspectiva de género, y similares, confrontan a las normas vigentes y producen su desplazamiento, por parte de jueces sensibleros y sin profundidad técnica. Resulta que, ahora, según algún fallo reciente, hasta el valor del dólar estadounidense admite una perspectiva de género.
Y ¿qué decir de los “vulnerables”? Hasta el sistema de privilegios del Código vigente ha sido modificado jurisprudencialmente para anteponer a los privilegios legales, uno jurisprudencial, el del crédito de una “vulnerable”[4], categoría que puede significar mucho o muy poco, según el criterio que se tenga.
Es muy peligroso que se realice una aplicación ideologizada, que para peor no sea reconocida como tal, de las normas jurídicas y de sus conceptos; este tipo de procederes muestra la agudeza de dos frases señeras del maestro Karl Llewellyn: 1) “el legislador de los países de derecho continental da la impresión de ser un miope armado con un arma peligrosa”; y 2) los jueces con frecuencia ejercitan al fallar labores de ventriloquía, utilizando la Ley N° como el muñeco de un ventrílocuo, para lograr el predominio de su propia voluntad[5].
II) El juez y el pensamiento sobre la base de principios jurídicos [arriba]
Todo lo expuesto hace que pensar las cuestiones a resolver sobre la base de principios sea una de las posibles soluciones, una de las mejores incluso, para evitar los callejones sin salida y los abismos en que puede caer el juez, cuando le faltan las normas directamente aplicables al caso, lo que vuelve endemoniada la resolución del asunto.
La aceleración de los cambios de las tendencias, criterios y necesidades sociales vuelven rápidamente obsoleto lo que se pensó inconmovible, lo que también muestra como conveniente recurrir a los principios, al menos como guía para una solución certera[6].
Ergo, las soluciones para los problemas que nacen en esta realidad de nuestros días y de los que vendrán, están en manos de los operadores jurídicos, antes que de los legisladores. Los legisladores emiten normas abstractas y se encuentran muy alejados de la realidad cotidiana de los justiciables, lo que torna a la labor de los operadores jurídicos, en especial los jueces, en esencial, para la confección de la norma particular del caso; que no puede ser otra que aquella que le devuelva al mandato legislativo el casuismo de que ha sido privado al elevárselo a norma general.
Ya en 1988, con su agudeza habitual, el maestro De los Mozos había advertido sobre los peligros de la ideologización de las normas[7]: cuando el buen sentido o el tino del legislador falla y las normas son incorrectas, precarias o –incluso tendenciosas–, los ciudadanos que habían cifrado sus esperanzas y la garantía de su libertad en la fuerza sagrada de la ley, se encontrarán más sojuzgados que nunca. Ello, sencillamente, porque la ley entonces no traducirá un consensus civium, esto es, un ideal de vida en común, un modelo de convivencia social aceptable para todos[8]. En estos casos, la ley imprecisa, injusta, no bien pensada, precaria, será vista como una imposición artera de un legislador desalmado o miope, antes que el fruto de un proceso legislativo legítimo.
Para superar las incorrecciones, errores y vicios de la ley, los intérpretes que aplican el texto legal tienen a la mano una herramienta muy destacada para acometer tan importante faena: el flexible y utilísimo instrumento de los principios.
El Código vigente ha señalado la senda de la superación de hermenéuticas estrechas de normas solitarias, en su art. 2, al expresar:
"Interpretación. La ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con todo el ordenamiento”.
Los principios y valores jurídicos son incluidos en él dentro de las pautas fundamentales de interpretación de una norma, así como la necesidad de interpretaciones coherentes de todo el ordenamiento, por encima de enfoques aislados de normas sueltas.
Los principios que inspiraron la sanción de la ley, los principios generales del derecho y los principios positivos que surgen del nuevo Código, sancionado por Ley N° 26.994; es así que no cabe que el magistrado acote su visión a artículos sueltos del nuevo ordenamiento ni a un solo tipo de principios, sino que debe atender al menos a dos o tres clases de ellos, que analizaremos infra por separado y con algún detalle.
Cuando el legislador recurre o remite al juez a los principios, tanto sea a los principios generales del derecho como a los principios específicos de un ordenamiento determinado, como hace el art. 2 CCC, sin hacer disquisiciones sobre a qué tipo de principios se refiere, se busca dotar al juez de una herramienta para colmar las inevitables lagunas que todo ordenamiento tiene, ante la obligación de los jueces de resolver siempre, aun sin un derecho expresamente determinado. Lo propio ocurre con los notarios que no tienen por misión contarle al cliente las imposibilidades jurídicas de determinado negocio, sino encontrar una salida admisible a tales obstáculos.
En tales situaciones, las que cada vez son más frecuentes por los bruscos cambios operados en la realidad, por las nuevas tecnologías, los golpes y variaciones del mercado financiero, las nuevas costumbres y tendencias, etc., acudir a los principios tiene una utilidad invalorable, a condición de que quien lo haga sea un juez o un notario formado o un jurista en el cabal sentido de la palabra, pues no se trata de fórmulas fáciles de comprender y aplicar.
Acudir a los principios cumple una doble función: por un lado, es un instrumento para el cumplimiento del
“poder–deber del juez de decidir el caso que conoce no obstante el ‘defecto o deficiencia de la ley’; la señalación de los criterios que en tal caso el juez debe seguir en su decisión, y que por lo tanto constituyen una guía que debe observar en el ejercicio de ese poder–deber, respecto a la posibilidad de ejercitarlo recurriendo a otros métodos”[9].
Y, por el otro, echar mano a los principios del derecho implica una continuidad, que evita una ruptura: el derecho no puede permitirse resolver cuestiones novedosas con ideas perimidas o inadecuadas. Los principios son como un fuelle, que permite insuflar a los laberintos y pliegues del derecho nuevos aires, pudiendo un intérprete inteligente –como el que propiciaba Radbruch para hacer a la ley, más inteligente que al legislador–, extraer de ellos importantes consecuencias y matizaciones.
Hemos ya precisado que en el texto del art. 2 CCC caben tanto los principios generales del derecho, como otros –no tan conocidos como ellos– que son los principios rectores específicos de un ordenamiento particular.
La palabra “principio” deriva etimológicamente del término latino principium, compuesto por la raíz pris– que significa “lo antiguo” y “lo valioso” y de la raíz cap– que aparece en el verbo capere –tomar– y en el sustantivo caput –cabeza–[10]. En consecuencia, el término principio posee etimológicamente un sentido histórico (“lo antiguo”) y un sentido axiológico (“lo valioso”). Los principios generales del derecho son verdades jurídicas notorias, indubitables, de carácter general, elaboradas o seleccionadas por la ciencia del Derecho y de aplicación a aquellos casos no reglados por una norma expresa, aplicable al supuesto[11].
En el derecho actual tiene gran importancia la utilización de los principios, los que permiten refrescar las viejas normas con nuevos significados que reflejen las también nuevas necesidades sociales, para así darles satisfacción.
Un principio jurídico es un postulado o directriz que, dada su formulación general, debe admitirse como un mandato o pauta que orienta a un ordenamiento jurídico, que informa la totalidad de éste y al que remiten o responden múltiples y diferentes normas del mismo.
No puede negarse el valor de la doctrina y de los operadores jurídicos para desentrañar los principios, pero debe tenerse especial cuidado en no utilizarlos como un comodín, para desplazar normas que no son del agrado del intérprete. Los principios solo entran en juego cuando no hay una norma para el caso o la hay, pero es oscura.
Los principios son siempre enunciados generales, de formulación abierta y alcance indeterminado, que funcionan a la manera de super–conceptos jurídicos indeterminados. Si nuestros ordenamientos están plagados de conceptos jurídicos indeterminados, que el juez debe precisar en su alcance al aplicarlos, estos principios generales configuran el máximo grado de abstracción posible del ordenamiento, lo que los hace por un lado muy útiles en manos hábiles y, por el otro, muy peligrosos, al alcance de personas de formación deficiente, o faltos de mesura y tino.
Se trata de fórmulas polisémicas, que estuvieron ausentes del Código Civil (excepto la vaga referencia del art. 16 CC y algunas menciones aisladas y de rondón), hasta que con la reforma de 1968 adquirieron una mayor importancia. Estos principios son tanto las líneas directrices de una legislación escrita como las exigencias de un eventual derecho natural, espiritualista y laico[12].
Bien se ha apuntado que “un principio general del derecho es un componente operatorio del espíritu jurídico mismo, y tiende a pesar sobre la puesta en ejecución del derecho, cualquiera que sea el tipo de especie sometida al juez, y a veces hasta la materia de la que depende”[13].
“Los principios son verdades fundantes de un sistema de conocimiento, admitidas como tales por ser evidentes, por haber sido comprobadas, y también por motivos de orden práctico de carácter operacional, o sea, como presupuestos exigidos por las necesidades de investigación y de praxis”[14].
Un principio general es mucho más que un concepto jurídico indeterminado; él posee una gran indeterminación, pero constituye el fundamento mismo del sistema jurídico, a partir del cual se despliega todo el aparato de normas.
El conseiller de la Corte de Casación francesa, Jean Pierre Gridel ha expresado su fascinación por estas “figuras grandiosas, pero complejas e inagotables[15], aunque a veces difíciles de determinar en sus alcances y hasta un tanto inasibles.
Los principios generales son enunciados normativos muy generales que al integrarse al ordenamiento jurídico le sirven de fundamento a otros enunciados normativos particulares y permiten el desarrollo de novedosas interpretaciones para tales contenidos particulares.
Estos principios favorecen una labor vivificante de las normas jurídicas, al permitir al intérprete insuflar a los viejos códigos el aire fresco de la vida. ¿Qué duda cabe acerca de la importancia del principio general de la buena fe, para plasmar en los casos concretos concreciones de él, que solo la especificidad del caso puede tornar evidentes?
Estos principios son utilizados por jueces, doctrinarios, notarios y juristas –con diversos grados de acierto– para colmar las lagunas legales, superar estrecheces o imprevisiones del legislador, para adaptar las viejas normas a las nuevas realidades y para dar a ciertas normas jurídicas un alcance definido y objetivo, cuando su hermenéutica aislada resultaría dudosa o cuestionable.
Pero, debe advertirse, que nunca debe degenerarse su aplicación, para servir a fines reprobables, como el corrimiento de una norma directamente operativa en el caso, pero que no es del gusto del intérprete. Los principios no son meras excusas para hallar lagunas legales, donde ellas no existen.
En palabras del maestro García de Enterría,
“son estos principios los que sostienen y animan un ordenamiento, los que evitan su agotamiento en un simple juego autónomo de conexiones formales, los que explican, justifican y miden cada una de las reglas preceptivas finales y les prestan todo su sentido a través de su inserción en el conjunto ordinamental”[16].
Los principios generales del derecho son, en fin, aquellos fundamentos evidentes del derecho, las bases inconmovibles del razonamiento jurídico; aquellos hitos que no pueden pasarse por alto al razonar jurídicamente.
Probablemente el ejemplo más prístino es el de la buena fe, que opera como un principio jurídico superior y general en todo ordenamiento social jurídicamente organizado,
“valor fundamental en la jerarquía de los valores jurídicos que rige por igual en el campo del derecho privado y del derecho público, por lo que carece de sentido querer retacear su vigencia en el campo de este último, sirviendo como dato de orientación general, completando el ordenamiento jurídico y dotándolo de flexibilidad, impidiendo soluciones que, de ser adoptadas, serían contrarias a la equidad”[17].
“Los principios generales del Derecho no son, pues ninguna ‘teoría’, sino algo con lo que nos topamos inevitablemente, tercamente, en el trabajo jurídico concreto. Su objetividad es, por ello, indiscutible. Su valor excepcional lo pone de relieve toda la jurisprudencia aplicativa… La inexcusabilidad de estos principios generales sigue siendo el gran obstáculo para que cualquier concepción positivista del Derecho que intente reducirlo al contenido estricto de las leyes pueda prevalecer”[18].
Bien se ha dicho que tales principios son instrumentos flexibles o elásticos que sitúan al juez a cubierto tanto de una aplicación mecánica de la norma como de los riesgos de una utilización excesivamente libre como en el caso de la escuela del derecho libre[19].
Estos estándares significan cierto juicio moral de conducta, sustrayéndose a la adopción de un contenido exacto y requiriendo una individualización específica al caso en cuestión; “su característica es la ductilidad, su poder de adaptación a través de conceptos móviles que reflejan toda la influencia de la vida social, como las nociones de dolo, culpa, fraude, buena fe, orden público, equidad, etc..”[20].
El principio general de la buena fe, ahora contenido en el art. 9 CCC y antes en el art. 1198 C.C., es una especie de sol en el universo jurídico argentino, porque todas las demás normas son iluminadas por ella y bajo su imperio nadie puede pretender hacer valer derechos de mala fe. Este principio es una exigencia insustituible, incanjeable e infungible de toda pretensión en derecho. Nadie puede hacer valer pretensiones sin este recaudo. Ningún segmento ni ningún plano del ordenamiento jurídico argentino escapa del principio general de la buena fe[21].
Desde una perspectiva positivista, se los ha definido diciendo que “son las ideas fundamentales que informan nuestro derecho positivo contenido en leyes y costumbres y, en última instancia, aquellas directrices que derivan de la justicia tal como se entiende por nuestro ordenamiento jurídico”[22].
Bien se ha puntualizado que la aplicación de estos principios“no es automática sino que exige el razonamiento judicial y la integración del razonamiento en una teoría, de manera que es el juez ante un caso difícil quien debe balancear los principios y decidirse por el que tiene más peso, razón por la cual cuando existen contradicciones o lagunas, el juez no tiene discreción porque está determinado por los principios. Pero… es posible identificar el rol constante de los principios generales del derecho, como reductores de complejidad en el sistema jurídico civil…”[23].
IV) Los principios rectores del Derecho privado patrimonial argentino [arriba]
Además de los principios generales antes vistos, existen otros principios consagrados como tales por ordenamientos particulares y aplicables a ellos en principio y sólo por analogía a otros ordenamientos.
Estos principios parcializados o de alcance acotado son, por caso y entre muchos otros, el principio de imposición de costas al vencido en materia procesal, el principio protectorio y el de primacía de la realidad, en Derecho Laboral, etc.
Se los ha concebido como “mandamientos nucleares del sistema jurídico, que irradian sus efectos sobre diferentes normas y sirven de balizamiento para la interpretación e integración de todo el sector del ordenamiento en que se irradian”[24].
Estos principios no pueden ser pasados por alto al razonar jurídicamente en la rama que se esté aplicando, puesto que constituyen señales indicadoras del camino a seguir al interpretar un artículo dudoso o inducir una determinada regla, como sucede con el enriquecimiento sin causa. Pero si se pretendiese aplicar un principio de un ordenamiento a otro distinto, primero deberá analizarse la compatibilidad de las normas y principios de ambos y luego heteroaplicar el principio por analogía, esto es, con las adaptaciones lógicas de una norma pensada para una realidad fáctica diversa.
Cabe advertir, a estas alturas, que así como las normas jurídicas individuales no pueden ser analizadas o interpretadas en forma aislada o solitaria, sino que debe buscarse la interpretación coherente de ellas o, mejor aún, la llamada “norma total”, es decir, el ensamble o conjunto normativo que reúne a todas las normas aplicables que cierto ordenamiento destina a determinado supuesto de hecho, lo propio cabe hacer con los principios, siendo disolvente y perturbadora una aplicación de principios que no apunte a su armonización y los haga ver como enfrentados o en conflicto.
Por ello, bien ha dicho Larenz que
“la armonía de principios significa que, en el conjunto de una regulación, no sólo se complementan, sino que también se limitan recíprocamente. Hasta qué punto sea éste el caso, es, en primer lugar, una cuestión de su orden jurídico interno siempre que esa armonía pueda ser deducida de la regulación legal; luego lo es de la concreción por medio de regulaciones particulares o por medio de la jurisprudencia de los tribunales. Para esto se requieren valoraciones complementarias en cada grado de concreción, que han de llevar a cabo, en primer lugar, el legislador y, sólo después, el juez, en el marco de un margen de libre enjuiciamiento que, de acuerdo con ello, le queda”[25].
Con tales aclaraciones preliminares, resta ahora conceptualizar y, luego, enumerar los principios rectores específicos de nuestro derecho privado patrimonial, para lo cual cuadra aquí hacer algunas precisiones que el derecho argentino no ha hecho, desafortunadamente.
En primer lugar, si los principios generales del derecho son muchas veces abstractos y perennes, rigiendo sin vinculación con un ordenamiento concreto, en cambio, los principios rectores del derecho civil y comercial son necesariamente concretos, temporales y positivos, ya que están atados a un ordenamiento jurídico particular y vigente, no siendo predicable su propia existencia, si no han sido recogidos por ese ordenamiento jurídico particular. La concreción de los principios rectores propios de un ordenamiento particular, como el derecho privado argentino, hace que ellos deban estar receptados expresa o implícitamente en una norma positiva vigente, a la que deben su existencia y en la que descansa su imperio.
Dentro del cuadro de esos principios, debemos analizar, en primer término, aquellos que son los principios esenciales del ordenamiento civil, los que rigen a todo lo largo y ancho del mismo.
A su respecto, se ha dicho que
“en el ámbito de la categoría del principio jurídico son llamados principios fundamentales (o expresos) aquellos objetivos y valores enunciados expresamente por la Carta Constitucional o por el ordenamiento civil, con el objetivo de encauzar la interpretación, la aplicación y el desarrollo del derecho positivo; en este ámbito, una posición preeminente es reconocida al principio supremo, condicionante de la validez y la vigencia de toda otra norma y de todo otro principio. Son llamados, pues, principios comunes (o inexpresados) la regla que deriva racionalmente de la Constitución hacia el interior del sistema jurídico y que es recabada por inducción del sistema de la norma ordinaria”[26].
Se agregó luego que
“es útil precisar que tras la norma ordinaria existen principios y valores, los que tienen una estrecha conexión lógica y están unidos por un prieto nexo de congruencia, constitutivo de la validez del derecho: la regla presupone un principio y el principio, a su vez, reenvía a un valor. Así, por ejemplo, la regla que limita los actos de disposición del propio cuerpo presupone el principio de intangibilidad de la dignidad de la persona y este último reenvía a la persona humana como valor; también la regla que establece la autodeterminación en materia de tratamiento sanitario presupone el principio de inviolabilidad de la libertad personal, el cual reenvía a la libertad como valor; por último la regla que veda la eutanasia se vincula estrechamente con el principio de la indisponibilidad de la vida humana y este principio reenvía a la vida como valor... Por tanto puede afirmarse que no existe una regla que no se corresponda con un principio ni un principio que no reenvíe a un valor, lo que significa que los principios son el medio que conduce a los valores y a las reglas”[27].
Certeramente se ha puntualizado que
“la importancia del estudio de estos principios no sólo radica en que constituyen el fundamento del Derecho Civil, sino en que, además, son elementos esenciales a considerar para determinar el verdadero sentido y alcance de las normas jurídicas que se pretendan aplicar a un caso concreto particular, es decir, son orientadores de la labor interpretativa. Además, su importancia es crucial para la resolución de aquellos casos respecto de los cuales hay ausencia de normas positivas, es decir, actúan como elementos integradores del Derecho Civil. Otro aspecto a tener en cuenta en relación a los mismos es que se complementan e, incluso, en muchas ocasiones, unos respecto de otros, constituyen una limitación o una atenuación a su aplicación desmedida. Por tanto, corresponde a los jueces, con la colaboración de la doctrina, velar porque se apliquen en forma armónica en aquellos casos en que aparentemente se pudiere producir algún tipo de colisión” [28].
Tales principios cumplen funciones diversas:
a) una función integrativa, destinada a colmar las lagunas o vacíos del ordenamiento, función en la cual operan como fuentes del derecho, pudiendo el juez recurrir a ellos en caso de que la ley sea oscura u omisiva, y
b) una función interpretativa o aplicativa, que se cumple para complementar una norma existente, pero tal vez inadecuada o insuficiente para el caso concreto a resolver.
“Los principios supremos son aquellos que no están condicionados por ninguna otra regla jurídica y que a su turno sí condicionan a otras normas o a otros principios”[29].
Los principios supremos del ordenamiento privado argentino son:
a) principio de autodeterminación,
b) principio de autorresponsabilidad,
c) principio de centralidad de la persona humana,
d) principio de certeza del derecho,
e) principio de igualdad y no discriminación, y
f) principio de tutela del derecho.
Analizando cada uno de ellos es dable destacar lo siguiente:
a) Principio de autodeterminación: La autodeterminación se refiere a la capacidad de un individuo, para decidir por sí mismo en los temas que le conciernen. La palabra autodeterminación se forma a partir de la raíz auto–, que significa ‘propio’, y el apócope determinación, que alude a la acción y efecto de decidir. Se trata del respeto de la libre decisión de los individuos, también llamado principio de reserva (art. 19 C.N.). Implica la libertad individual que desvincula al agente de decisiones o preferencias externas; significa una correspondencia directa con el valor de la libertad.
La autodeterminación ingresa al nuevo CCC como un principio cuasi absoluto, es decir, que proyecta su luz sobre todas sus normas particulares. El legislador ha ido mucho más allá que el código velezano en este aspecto. La autodeterminación debe entenderse como el principio más importante del nuevo Código, al punto de regir en él normas como el art. 31 inc. a) CCC, que casi parece un oxímoron, antes que una norma. Expresar que la capacidad general de ejercicio de la persona humana se presume, aun cuando se encuentre internada en un establecimiento asistencial y otras normas de similar ideología, implica otorgar a la autodeterminación un rol extensísimo, excesivo incluso.
En el plano personal, autodeterminación es la capacidad que todos poseemos de orientar la propia acción a partir de la experiencia y reflexión propias; y su resultado es la ampliación del ámbito en el que se desenvuelve la libertad personal. Claramente, no podemos dominar todo lo que sucede a nuestro alrededor y hasta incluso, pero la autodeterminación consiste en el ejercicio de elegir una, de entre las opciones que legítimamente tiene el individuo a su alcance y disponibilidad.
La autodeterminación personal lleva a que cada quien tenga el poder de tomar las decisiones y determinar el propósito de su vida de acuerdo con su voluntad. Ella implica no solo un sentido de la libertad propia, sino de la responsabilidad ante las decisiones que toman y que le ayudan a crecer como persona.
La CIDH ha resuelto que el derecho a la autodeterminación está vinculado a la libertad y esta lo está al derecho humano al desarrollo; básicamente relacionado con el umbral de las condiciones básicas que tornen posible tener un proyecto de vida. Todo derecho a la libertad tiene que tener relación con el desarrollo humano y con el derecho a la integridad, sobre todo moral. Si no, sucede como en la causa Villagrán Morales c/ Guatemala, en que los chicos nacidos en las villas miseria están condenados a vivir en ese entorno de pandillas, drogas, etc., sin poder tener un proyecto de vida propio[30].
De lo visto puede apreciarse que este principio es, tal vez, el que más ha cambiado respecto del código velezano[31]. El legislador que dictó la Ley N° 26994 ha llevado la autodeterminación a extremos impensables antes, afectando incluso el concepto de orden público, que anida en el art. 12 CCC[32], que es radicalmente diverso del que regía cuando nos formamos, hace casi cuarenta años.
Vista la cuestión a la luz del prisma velezano, el hombre es –más que nada– una voluntad. Según el enfoque, propio del siglo XIX, que Vélez plasmó en su obra y que todavía sigue vigente en buena medida, no existe “el hombre” en su código, sino el poseedor, el anticresista, el declarante, el contratante, el solvens, el accipiens, el usucapiente, etc.
Lo que unifica a todas estas facetas del hombre es la voluntad; por ende, en el sistema velezano está más presente la voluntad humana que el hombre en sí mismo. La voluntad es, a tal punto, materia de protección que, salvo que se encuentre ella viciada o sea antijurídica, la misma es protegida, por lo que el principio de autodeterminación rige en importante medida en el Código Civil y Comercial.
El Código Civil y Comercial ha modificado el primer aspecto, al destinar al hombre en tanto tal –y no sólo en función jurídica– una serie de reglas, que van desde los arts. 19 a 103, especialmente, que exceden la crematística y que acogen un sentido humanista no visible en el ordenamiento velezano; a la par, se ha acotado un tanto la autodeterminación casi absoluta que éste consagraba, al reforzar institutos como la lesión, el abuso del derecho, la teoría de la imprevisión, la inalterabilidad de la cláusula penal, dándole una mayor incidencia a los jueces y al introducir otros como el abuso de posición dominante, el enriquecimiento sin causa, etc., y al sancionar normas como los arts. 54, 55 y 56 CCC.
Vinculada con este principio se encuentra la presunción de la plena capacidad del individuo, que campa en diversas normas del nuevo Código Civil y Comercial (cfr. arts. 31, inc. a, y 38).
En los últimos años el derecho argentino presenta en materia de autodeterminación una ideología dual: por un lado, en lo concerniente al derecho de familia y de la persona se ha ampliado la autodeterminación sustancialmente, al permitir o convalidar, una serie de medidas extremas, como negarse a un tratamiento médico, cambiar de sexo en los documentos sin cambiar de sexo natural, etc., y por aplicación de las cuales la sola voluntad de una persona puede terminar con su vida (cfr. Ley N° 26.742, sanc. el 9/5/12 y prom. de hecho el 24/5/12 y Ley N° 26.743, sancionada el 9/5/12, prom. el 23/5/2012 y publ. en el B.O. del 24/5/12)[33].
En otros planos, como el de la autodeterminación económica, el derecho de los particulares ha sido recortado sensiblemente, lo que constituye toda una paradoja, pues por lo común, o se concede una amplia autodeterminación o se recorta el derecho de disposición sobre el propio cuerpo y derechos personalísimos, pero no se afectan las libertades crematísticas.
La seria –y obvia contradicción– de que una persona puede auto– percibirse aborigen, o mujer, siendo varón o de género fluido o cambiar de sexo sin cambiar su genitalidad, pero no puede comprar o vender dólares a otro particular y ni siquiera a un banco, más allá de los U$A 200 mensuales, acaso demuestre que la autodeterminación que se ha concedido en el Código es aparente y es el precio a pagar, por una severa intervención en la economía de los particulares, que solo sería admisible en una dictadura, pero que es seriamente cuestionable en un régimen que presume de ser democrático, pero que sorprendentemente adhiere en foros internacionales a los postulados de dictaduras siniestras del mundo.
Cada quien sacará las conclusiones que estime corresponder; nosotros sólo ponemos de resalto la contraposición evidente de la autodeterminación en esos diversos planos.
b) Principio de autorresponsabilidad: Según tal principio, cada persona debe permanecer apegada a las consecuencias de sus actos anteriores, así como a las consecuencias que derivan de las mismas.
El principio de autorresponsabilidad anida en el art. 1729 CCC, el que edicta:“Hecho del damnificado. La responsabilidad puede ser excluida o limitada por la incidencia del hecho del damnificado en la producción del daño, excepto que la ley o el contrato dispongan que debe tratarse de su culpa, de su dolo, o de cualquier otra circunstancia especial”.
Esta norma contempla el problema de la incidencia de la conducta del propio damnificado en el daño que él sufriera. Siempre nos hemos resistido a llamar víctimas a aquellos que actúan con culpa, porque conceptualmente no lo son: quien actúa con culpa y sufre un daño, a lo sumo es víctima de su propia torpeza o falta de previsión. Parece que ahora el nuevo ordenamiento nos ha dado la razón, ya que el art. 1729 CCC no habla de víctimas sino de damnificados, cuando se refiere a aquellos cuyos hechos han tenido incidencia en la producción del daño que sufrieran.
Una norma distinta, pero que cumplía una función similar en cuando a receptar el principio de autorresponsabilidad –el art. 1111 CC–, no fue todo lo utilizada que debiera por la magistratura argentina, en razón de la excesiva conmiseración que suele evidenciar un amplio segmento de la judicatura nacional hacia los perjudicados, aun si lo son por culpa suya[34]. La ideología de la reparación a la que, vergonzantemente y sin decirlo, adhieren muchos magistrados hace que siempre se encuentre una excusa para disimular las culpas –aún graves– de los perjudicados, sobre todo si son peatones o ciclistas.
Esperemos que ello no ocurra con el nuevo texto del art. 1729 del Cód. Civil y Comercial, el que ni siquiera exige la culpa de la víctima, sino que basta con el “hecho del damnificado”, concepto que es mucho más preciso que el que usaba el código sustituido por él.
La nueva norma, al hablar de hecho del damnificado en lugar de culpa de la víctima, torna posible que se exonere de responsabilidad al dañador o se limite ésta en el grado o porcentual compatible con la incidencia causal de la actuación cuestionable del dañado, sin que sea necesario que conceptualmente haya habido culpa, lo que implica que personas sin discernimiento, como un menor o un demente, puedan actuar de modo objetivamente antijurídico y ello lleve aparejada la asignación de responsabilidad total o parcial a esas conductas, liberando correlativamente a quien es demandado como dañador.
Las llamadas “doctrinas del peatón distraído y del ciclista desaprensivo” son construcciones conceptualmente endebles, ilegales en sí mismas, al colisionar de lleno contra el texto y el espíritu del art. 1729 CCC, pero que han perdurado por la aplicación acrítica de alguna magistratura y por el seguimiento ciego de la magistratura bonaerense a los criterios de la Casación provincial que receptara la llamada “doctrina del peatón distraído” a mediados de la década de 1980.
Nos declaramos aquí, como en obras anteriores, decididos contradictores de estas elaboraciones facilistas, de contenido profundamente antisocial, al liberar a personas negligentes de su responsabilidad, contrariando expresamente antes el texto del art. 1111 CC y ahora contraponiéndose al texto y espíritu del nuevo art. 1729 CCC. Este concepto facilista puede enlazarse fácilmente con el de la persona vulnerable; son ambas criaturas predilectas de los magistrados bienintencionados, que se ven a sí mismos como justicieros y creen que se puede hacer justicia al margen de la ley[35], echando mano a conceptos cuya latitud se presta a manoseos o tergiversaciones ideologizadas. Creemos que estos mecanismos son especialmente peligrosos, en manos torpes, en las de jueces o funcionarios que no exhiben una formación adecuada, lo que es cada vez más frecuente ver.
Hemos escrito en un par de votos nuestros la opinión que tenemos sobre el asunto. Nos declaramos en uno de ellos adversarios confesos de la llamada “doctrina del peatón distraído”, a la que consideramos una doctrina francamente ilegal, que contraviene explícitamente las mandas de los arts. 1113 y 1111 CC y que encarna una concepción antisocial del derecho, que lleva a liberar de responsabilidad a los peatones que han actuado con culpa, tratándolos como si fueran niños o insanos y liberándolos de su responsabilidad[36].
Sin embargo, aclaramos luego que no ser partidario de la “doctrina del peatón distraído” no significa que en todo caso en que un peatón haya actuado con culpa vayamos a sostener que la actuación del mismo ha interrumpido totalmente el nexo causal. Ésa sería una postura tan extrema y peregrina como la del peatón distraído, sólo que de sesgo contrario. No vamos a cometer tampoco ese yerro[37].
En otro voto dijimos que elaboraciones como la doctrina del peatón distraído, del ciclista desaprensivo y varias otras, han sido creaciones libres de jueces excesivamente imaginativos que han ido mucho más allá de lo que la ley vigente permite, tesitura que no compartimos y que vulnera la manda del art. 19 de la Constitución nacional –Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda– en perjuicio de los derechos de quien cumplía con la ley vigente[38].
Sentado ello, cabría hacer una reflexión sobre la incidencia de la culpa de la víctima cuando está en vigencia una obligación de seguridad, como la del transportista u otro obligado a garantizar la indemnidad de la víctima.
El principio de autorresponsabilidad se encuentra, en estos casos, en tensión dinámica con la obligación de seguridad; ello, ya que interactúan dos responsabilidades en pugna: la responsabilidad de la víctima por su negligencia y la del garante por su falta de cumplimiento de tal garantía de indemnidad, la culpa de la víctima, si fuera constatada debidamente en la causa, no será un factor de exoneración total de responsabilidad del garante, sino uno de excusación parcial o limitada.
Bien se ha dicho en el derecho francés que, en estos casos,
“la culpa de la víctima no es para el guardián una causa de exoneración total, salvo que ella presente los caracteres de la fuerza mayor. En las otras situaciones, la culpa de la víctima no es más que una causa de exoneración parcial de responsabilidad”[39].
Es que la obligación de seguridad que pesa sobre el obligado de garantía es una obligación de resultado; “ella debe ser combinada con aquella que asume la víctima, que es la obligación de velar por su propia seguridad”[40].
No puede darse prioridad absoluta a ninguna de las dos, sino que dependiendo de las circunstancias del caso, será uno u otra el que asuma mayor importancia y constituya la causa principal, asumiendo un mayor aporte causal. A falta de pautas para fijar la contribución de cada uno, será el criterio de la paridad causal (50–50) el que prime.
Este criterio de la paridad de contribución en obligaciones de sujeto plural está establecido en diversas normas del nuevo ordenamiento (arts. 841, 848 y 821 CCC), siendo el eje de esta paridad contributoria, el art. 841 in fine CCC.
Como dijo una lúcida jurista española,
“la causa aportada en exclusiva por la víctima es, para el agente dañoso, una fuerza mayor que no ha podido resistir ni superar para evitar la producción del daño, pues aquélla y la estricta fuerza mayor son, en rigor, modalidades de una misma razón liberadora, expresivas de una circunstancia cualitativamente idéntica: la existencia de una causa extraña a la esfera de actuación del agente considerado dañoso, que impide otorgar relevancia jurídica al nexo físico causal entre su actuación y el daño producido”[41].
Como resolviera el Tribunal Supremo de España, “la culpa exclusiva de la víctima absorbe la culpa del demandado y lo exonera de responsabilidad, excluyendo toda compensación de culpas”[42].
Para cortar el nexo causal, la culpa de la víctima debe ser inexcusable y grave. Si no fuera grave, absorberá parte de esa imputación causal, pero la otra parte corresponderá que se impute al dañador.
Bien se ha dicho que “para ser inexcusable, la culpa debe ser el objeto de una apreciación moral particularmente exigente, debe ser tan imperdonable que su autor no sea digno de ser indemnizado[43].
Se ha puntualizado asimismo que la culpa inexcusable puede caracterizarse como aquella culpa de una gravedad excepcional, derivada de un acto o de una omisión voluntaria, que lleva implícita la conciencia del peligro que coloca a su autor ante la ausencia de toda causa justificativa[44].
Aplicando jurisprudencialmente el principio de autorresponsabilidad, se ha indicado que quien se ha visto perjudicado por un daño originado en su propia conducta carece de derecho a reparación en virtud del principio de autorresponsabilidad que le impone asumir las consecuencias de su obrar no diligente[45]. El principio de autorresponsabilidad implica que el damnificado debe asumir las consecuencias de su obrar negligente o imprudente[46].
Si el “hecho de la víctima” ha sido la causa del daño, ello configura una causa de exoneración para el presunto responsable, pues se trata de un caso fortuito[47]. El “hecho de la víctima”, al tratarse de un menor de menos de 2 años de edad, excluye el nexo de causalidad sólo si constituye caso fortuito[48].
Correctamente se ha dicho que el peatón debe preservarse de los peligros del tránsito, debe actuar con cuidado y prudencia, ser diligente y tener conciencia de su fragilidad, así como que no debe prevalerse de la prioridad, que en ciertos casos tiene, para no observar elementales normas de cuidado[49].
En otro voto nuestro hemos dicho que el peatón no puede cruzar la calle a su libre arbitrio, y carece de prioridad, cuando no tiene habilitado el paso por la señal lumínica. Lo contrario implicaría el definitivo trastorno del tránsito –de por sí ya bastante caótico en nuestras calles y rutas– dado que –de admitirse ello– las señales lumínicas pasarían a ser meramente orientadoras o indicativas y estarían expuestas a ser permanentemente puestas en entredicho, por peatones que de improviso quisiesen hacer gala de un derecho de paso preferente sobre la senda peatonal, lo que resulta inadmisible. La senda peatonal es territorio de cuidado del peatón, pero no es un lugar donde el mismo pueda conducirse a su libre arbitrio o hacer gala de cualquier capricho, al circular por ella impunemente o con absoluta desatención por los eventuales resultados dañosos que pudiera provocar su irrupción[50].
En otro caso se resolvió rechazar la demanda de daños y perjuicios interpuesta por un ciclista a raíz del accidente que sufrió cuando impactó contra un colectivo que pertenecía a la demandada, pues resulta evidente que fue la actitud imprudente de la víctima, al intentar el cruce de la intersección de las calles sin la prioridad de paso respectiva, la causa eficiente del siniestro, desplazando de tal modo la responsabilidad de la accionada[51].
Como se viera, este principio de autorresponsabilidad se encuentra sin dificultad en el art. 1729 CCC, en la cuña subjetivista que significa la culpa de la víctima en un sistema de responsabilidad objetiva a ultranza, como el edificado con eje en el art. 1757 CCC.
De este principio de autorresponsabilidad emanan además, sin esfuerzo, cuatro principios derivados; tales los siguientes:
- El principio de la buena fe (arts. 9, 729, 961, 991, 1011, cc. CCC). Agudamente ha expresado el maestro De los Mozos que
“la buena fe sirve como vehículo de recepción, para la integración del ordenamiento, conforme a una regla ético–material, de la idea de fidelidad y crédito. Ahora bien, esto cabe entenderlo inadecuadamente de dos maneras distintas, con el simplismo de los que creen que invocando a la justicia o al Derecho natural, todo se encuentra resuelto; o con el rigorismo lógico–formal, propio del pandectismo, en la técnica de colmar las lagunas del Derecho positivo, creyendo que los principios sólo constituyen una mera generalización del ordenamiento. La primera se corresponde con un idealismo ético, carente de toda fuerza de convicción normativa, por su carácter de abstracta generalidad. La segunda hay que rechazarla, también, pues no comprende que los principios acompañan a las normas, en la forma que hemos dicho y se derrumba del todo cuando hay que aplicar la buena fe, como muestra la experiencia de nuestra tradición jurídica, en la que se llegó a advertir que los principios, y muy en particular el de la buena fe, penetran, en la realidad jurídica operativa, por muy cerrado y autosuficiente que se considere el ‘sistema’, lo mismo que penetra la luz a través de las celosías...”[52].
- La prohibición del comportamiento voluble (art. 1067 CCC), que consagra la doctrina de los actos propios, de la que nos hemos ocupado largamente en aportes más dilatados y específicos[53].
- La protección de la apariencia verosímil (arts. 367, 883, inc. e; 2312, 2314 y 2315 CCC). La protección de la confianza suscitada y la seguridad de los negocios exigen que quien contribuye con su actuación culposa a crear una determinada situación de hecho, cuya apariencia resulte verosímil, debe cargar con las consecuencias. Como decía Josserand, “quien crea una apariencia, se hace esclavo de ella”[54]. Sobre el particular, reenviamos a bibliografía de utilidad[55] y a un voto de nuestra autoría[56].
- El respeto de la confianza legítima (arts. 1067, 1674, 1725, 2ª parte, y 776 in fine CCC). Bajo la denominación de doctrina de la confianza legítima, de la confianza justificada o de la expectativa plausible se aplica crecientemente una doctrina paralela o complementaria a la de los actos propios, que busca cubrir los intersticios que ella deja expuestos a la volubilidad y a la malicia y que, a veces, se solapa con ella. Tal doctrina es una derivación directa del principio general de la buena fe, receptado por el art. 9 CCC, con lo que es aplicable de oficio en las causas, justamente por la misión y facultad judicial de evitar abusos contra la buena fe en el proceso o fuera de él.
Como dijimos en un voto, bajo el concepto de confianza legítima se encuadra la situación de un sujeto dotado de una expectativa justificada de obtener una prestación, una abstención o una declaración favorable a sus intereses, de parte de otro; confianza generada por una conducta culposa o reprochable de este último, que dio pie a esa expectativa. Esta doctrina puede plantearse tanto frente a la Administración como entre particulares; sobre el tema, a mayor abundamiento, puede verse la siguiente doctrina[57] y un voto de nuestra autoría[58].
c) Principio de centralidad de la persona humana[59]:
“Este principio representa un principio basilar del ordenamiento, en cuanto expresa la esencia de la persona, su naturaleza compleja y transversal y como tal permea su contenido en las diferentes ramas del derecho, resultando de tal suerte improntas de los valores de personalismo y de solidaridad. Corolario del principio de centralidad de la persona humana es la idea de inviolabilidad y casi sacralidad de la esfera existencial del individuo que ha sido objeto de declaración en numerosas cartas y tratados internacionales. También se vincula con esto el principio del inviolabilidad de la intimidad de la persona y de preservación de su voluntad de decisión”[60].
- De este principio deriva el de prohibición del entrometimiento en la intimidad ajena, receptado por los arts. 1770, 1740, 52, CCC). Sobre el particular, es bueno repasar la siguiente sistematización de jurisprudencia:
– La enumeración de supuestos del art. 1770 CCC es no taxativa[61]. Ergo, el art. 1770 CCC expone cuatro supuestos específicos de intromisión arbitraria en la vida ajena, tales como publicar retratos, difundir correspondencia, mortificar a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturbar de cualquier modo su intimidad, pero agrega uno genérico, el arbitrario entrometimiento en la vida ajena. De tal modo, la tutela del derecho a la intimidad debe ejercitarse frente a cualquier penetración, intención, atisbo u hostigamiento; dicho amparo tiende a resguardar la intangibilidad de la reserva de la vida privada del individuo y su entorno familiar, sustrayéndola del comentario público, de la curiosidad, de la revelación innecesaria[62].
– La tutela del derecho a la intimidad posibilita el disfrute de la paz interior, proporcionando a la persona el ambiente adecuado para desenvolver su propia originalidad, sin injerencias que lo perturben[63].
– El derecho a la intimidad es uno de los derechos personalísimos que tienen reconocimiento constitucional y supranacional, por lo que el daño moral sufrido cuando el mismo es violado debe ser reparado por el autor del ilícito[64].
– El bien jurídico protegido por el derecho a la privacidad es una libertad, cabría decir soberana, a que el hombre es acreedor en el ámbito de lo íntimo[65].
– El derecho a la privacidad e intimidad con fundamento constitucional en el art. 19 C.N., protege jurídicamente un ámbito de autonomía individual constituido por los sentimientos, hábitos y costumbres, las relaciones familiares, la situación económica, las creencias religiosas, la salud mental y física y, en suma, las acciones, hechos o datos que, teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad, están reservadas al propio individuo y cuyo conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real o potencial para la intimidad[66].
– Íntimo es lo secreto, lo desconocido por los terceros, lo reservado al conocimiento del propio sujeto o al estrecho círculo de sus próximos, y no los hechos o situaciones producidos en lugares públicos y respecto de los cuales no hubo intención de mantener ocultos para los terceros[67]. La palabra “intimidad” ha de entenderse como sinónimo de “vida privada”, de “soledad total o en compañía”, esto es, lo interior, lo personal, la esfera de lo íntimo intransferible, o bien de lo privado que sólo se comparte con los más próximos[68].
– Nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no destinadas a ser difundidas, sin su consentimiento o el de sus familiares autorizados para ello, y sólo por ley podrá justificarse la intromisión, siempre que medie un interés superior en resguardo de la libertad de los otros, la defensa de la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen[69].
– Son requisitos para la aplicación del art. 1770 CCC el entrometimiento en la vida ajena, que la intromisión sea arbitraria, que de acuerdo con las circunstancias de personas, tiempo y lugar la interferencia perturbe la intimidad personal y familiar del perjudicado[70].
- Derivan también de él varios contenidos de la Ley N° 26.529, Ley de Derechos del Paciente en su relación con los profesionales e instituciones de la salud, tales como el derecho de ser informado debidamente previo a prestar el consentimiento a una práctica (arts. 2, 3 y 5 de dicha ley), a negarse de someterse a un determinado tratamiento o a poner límites al mismo (art. 2, inc. e, Ley N° 26.529), al trato digno y respetuoso, a la intimidad y confidencialidad (art. 2, ley citada), etc.
d) Principio de certeza del derecho: Por certeza del derecho se entiende que
“en determinada situación, o al verificarse determinado presupuesto el sujeto interesado puede tener confianza en base a una regla dotada de suficiente claridad, sobre la existencia de un derecho, o de una prohibición, o de una obligación jurídica y del correlativo derecho. Se parte entonces del presupuesto de que el derecho debe recibir una aplicación previsible; en otro término, frente a una violación de la norma debe seguirse la aplicación de la sanción que la norma ha establecido para su violación. La certeza del derecho asume la connotación de valor; el de promover y preservar en cuanto símbolo de eficiencia del sistema jurídico, la función de la previsibilidad y controlabilidad de la decisión jurídica” [71].
El principio de certeza es llamado en algunos segmentos principio de legalidad: es que, sin certeza, no hay legalidad.
A poco que se piense que una regla normativa abstrusa, incomprensible, que efectúe una remisión en blanco o que establezca una obligación imposible, implica la lisa y llana negación del Estado de derecho, se comprenderá que certeza y legalidad son conceptos gemelos.
Por ende, el principio de certeza –o el de legalidad, el nombre es indiferente– requiere para su vigencia, en primer lugar, la limitación que se impone a sí mismo el Estado, dejando de lado su poder omnímodo, para evitar la arbitrariedad o el abuso de poder, ejerciendo su potestad de crear deberes jurídicos en cabeza de los particulares a través de normas generales de rango legal, ejercicio que solamente resulta válido si los sujetos pasivos de la obligación tienen la posibilidad concreta de saber ex ante cuál es la conducta alcanzada por la norma y qué se exige de ellos; si la norma es defectuosa, retroactiva, capciosa, arrevesada, etc., no es legítimo el ejercicio del derecho de legislar por parte del Estado y la punición subsiguiente que se intente será irregular, arbitraria y pasiva de cuestionamiento constitucional. Ello, justamente, porque no se ha dado cumplimiento a uno de los objetivos fundamentales del Estado de derecho: el de proveer a la seguridad jurídica.
Con el principio de certeza se relacionan diversas normas del nuevo Código Civil y Comercial; en especial y en primer término, el art. 3: “Deber de resolver. El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada”.
Esta norma tiene dos partes, claramente distinguibles, aunque concatenadas: el juez, en primer lugar, debe resolver todos los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción; es decir, no puedo no resolver pretextando que la ley no es clara o que existe un vacío normativo. En segundo lugar, aclarado ello, la decisión en todos los casos, en todas las causas, debe ser razonablemente fundada.
¿Qué significa “razonablemente” fundada? Entendemos que un término medio entre el laconismo extremo y la erudición sin destino o proporción; el concepto implica que las partes deben poder seguir al juez en su camino desde los hechos probados a la sentencia, al ir suministrando éste diversas pautas demarcatorias de su razonamiento en su fundamentación.
La motivación del acto cumple diferentes funciones, ante todo, y desde el punto de vista interno, viene a asegurar la seriedad en la formación de la voluntad del órgano estatal; pero en el terreno formal –exteriorización de los fundamentos por cuya virtud se dicta un acto– no es sólo una cortesía, sino que constituye una garantía para el justiciable, que podrá así impugnar, en su caso, el decisorio con posibilidad de criticar las bases en que se funda; además, y en último término, la motivación facilita el control jurisdiccional de las instancias superiores[72].
La motivación de los actos jurisdiccionales es decir, los motivos de hecho y de derecho del acto, puede ser sucinta, pero debe ser suficiente, de suerte de explicitar las razones esenciales o fundamentales del proceso o iter lógico y jurídico seguido por quien decidiera la cuestión y que lo llevaran a tomar la determinación que tomara sobre el asunto sub discussio. De todo lo expuesto se concluye sin dificultad que el verdadero sentido y alcance de la motivación de un acto, es el de ser expresión formal de los factores determinantes de la decisión adoptada, por lo que la falta de motivación o su insuficiencia constituye en nuestro ordenamiento jurídico un defecto que trasciende la órbita de lo formal y afecta la legalidad y validez de fondo de ese acto[73].
Es ésta una norma de cierre del sistema legislativo, que evita que el juez se excuse de fallar algún caso, lo que sería profundamente perturbador, ya que implicaría que el magistrado podría escoger qué causas juzga y cuáles no, buscando pretextos en la insuficiencia normativa.
A su vez, el principio esencial que comentamos se prolonga en el llamado principio de taxatividad de las restricciones a los derechos, receptado por los arts. 31, 22, 23, 38, cc. del nuevo Código Civil y Comercial y de los que surge que no pueden existir restricciones a los derechos no explicitadas debidamente, ni indefinidas en su extensión, que impidan a los justiciables su conocimiento o superación. Sí pueden ellas surgir de normas abiertas, como el principio general de la buena fe, pero su vigencia debe ser indisputable y las consecuencias que se extraigan de ellas deben surgir naturalmente y fundarse adecuadamente por el juez.
También de él deriva la tesitura de que la taxatividad es un principio excepcional que sólo procede ante una norma expresa que lo establezca, por lo que, como principio, todo listado o enumeración contenida en una norma es meramente enunciativa[74].
e) Principio de igualdad y no discriminación (art. 16 CN y arts. 402, 515, 1098 y 2097 CCC):
“La igualdad constituye un principio general que condiciona todo el ordenamiento en su estructura objetiva, es decir, es un principio supremo, implícito en el ordenamiento y estrechamente conexo con la esencia de la democracia, que influye y orienta de manera decisiva la interpretación y la aplicación de todas las demás normas”[75].
Claro que la igualdad de trato no constituye una paridad absoluta o indiscriminada, sino la equivalencia de quienes se hallan en igualdad de circunstancias[76].
Este principio de igualdad estaba muy presente en el Código de Vélez desde su sanción, sólo que en vez de parificar hacia abajo, el codificador pensó igualar hacia arriba, evitando introducir privilegios desproporcionados y limitaciones excesivas. Claro que la igualdad no es una paridad absoluta o indiscriminada, sino la equivalencia de quienes se hallan en circunstancias equiparables[77].
En similar línea circulaban los códigos del siglo XIX y, si se piensa que fue en los últimos tres decenios de ese siglo que nuestro país creció como nunca antes ni después, evidentemente la filosofía social imperante en el código no fue un lastre sino un acicate para el desarrollo de los individuos.
De este principio de igualdad deriva el principio de igualdad de trato y el de no discriminación arbitraria[78], que el nuevo Código ha receptado en normas concretas (arts. 402 y 515 CCC para el ámbito matrimonial; art. 1098 CCC, trato de los proveedores hacia los consumidores, aunque también funge de pauta o criterio general; art. 2097 CCC, igualdad de los copropietarios de propiedad horizontal; art. 2610 CCC, igualdad en el derecho internacional privado.
Derivan de este principio también dos corolarios directos, receptados normativamente en el Código Civil; los siguientes principios derivativos:
- El principio de la par condictio (arts. 841, 821, 838 CCC), en virtud del cual en un frente coacreedor o codeudor, si no existen determinaciones objetivas, legales, causales o convencionales que lo establezcan de otro modo, rige la regla de la paridad de contribución o de la paridad de beneficio, en las obligaciones conjuntas (50–50, si se trata de dos coacreedores o codeudores o partes iguales, si se trata de más de ellos).
- El principio de interpretación restrictiva de los privilegios (arts. 2574, 2577, CCC). Un privilegio otorga una prelación de cobro al acreedor privilegiado, que desplaza al principio de prelación temporal. Es una figura que quiebra el principio de que todos los acreedores deben ser colocados en un pie de igualdad (par conditio creditorum). La ley brinda una especial consideración a ciertos créditos (como los salarios de un trabajador o los gastos de justicia), que es lo que fundamenta el establecimiento de privilegios y el orden, rango o prioridad de los mismos se corresponde con el criterio del legislador sobre su valor e importancia social. Los privilegios no son derechos reales, sino que conceden preferencias de carácter personal; sólo que a diferencia de las obligaciones, no emanan de la autonomía de la voluntad sino que su única y exclusiva fuente es la ley.
– Del art. 2574 CCC surge el carácter de excepción de los privilegios; por ende, toda preferencia reclamada por un acreedor debe estar fundada sobre un texto expreso de la ley
– No es posible avanzar en materia de privilegios cuando no existe norma expresa que lo consagre[79]. El carácter de privilegiado de un crédito supone su carácter excepcional, por lo que la interpretación es necesariamente restrictiva[80]. En materia de privilegios, no corresponde aplicar criterios de interpretación analógica o extensiva[81].
– Un privilegio no puede resultar sino de una disposición de la ley (art. 2574 CCC); la voluntad de las partes es impotente para crear privilegios. Tampoco puede darles nacimiento la autoridad de los jueces; el derecho de privilegio es excepcional y su interpretación restrictiva, no pudiendo extenderse de un caso a otro; no puede admitirse por analogía. El privilegio es indivisible (art. 2576 CCC).
f) Principio de tutela del derecho:
“Otro principio supremo es el de tutela del derecho, en virtud del cual está prevista toda una serie de remedios tendientes a hacer efectiva la aplicación de la norma de derecho sustancial... La expresión principio de tutela del derecho es una síntesis verbal, una fórmula resumida, que comprende en su interior toda una serie de principios específicos que resguardan la efectiva vigencia de la tutela jurisdiccional, así como el derecho de autotutela del individuo de sus propios derechos[82], dimensiones que interactúan entre sí en diferente medida según el ordenamiento de que se trate. A tenor de este principio, lo convenido es ley para las partes, en virtud de la regla de la autonomía de voluntad, siempre que lo pactado no infrinja el orden público, ni ofenda la moral y las buenas costumbres”.
De este principio de tutela del derecho emergen cinco principios derivados:
- El principio de legítima defensa de la persona, de los derechos y de la posesión (arts. 1718, inc. b, y 2240 CCC): La primera norma edicta: “Está justificado el hecho que causa un daño: … b. en legítima defensa propia o de terceros, por un medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión actual o inminente, ilícita y no provocada…”.
La segunda indica:
“Defensa extrajudicial. Nadie puede mantener o recuperar la posesión o la tenencia de propia autoridad, excepto cuando debe protegerse y repeler una agresión con el empleo de una fuerza suficiente, en los casos en que los auxilios de la autoridad judicial o policial llegarían demasiado tarde. El afectado debe recobrarla sin intervalo de tiempo y sin exceder los límites de la propia defensa. Esta protección contra toda violencia puede también ser ejercida por los servidores de la posesión”.
Entendemos que ambas normas conforman un ensamble normativo que acoge en el nuevo Código con toda amplitud el principio de defensa de la persona, los derechos y la posesión y significan un importante paso adelante, respecto de este tema en el Código de Vélez, que no contenía norma alguna sobre la causal excusatoria de legítima defensa y sólo una, que fue mal aplicada por la magistratura argentina sobre defensa de la posesión y es fuente del nuevo art. 2240 CCC.
Siempre hemos pensado que hay una contradicción evidente en la magistratura argentina promedio que, por un lado, pontifica sobre el derecho a la vida, a la integridad física, a la intimidad, a la seguridad, etc., pero luego retacea a los particulares –y hasta a las fuerzas de seguridad– en los casos concretos los medios para hacer efectivos tales valores.
Las declamaciones sobre los derechos no equivalen ni sustituyen a los derechos. Y derechos sin medios de hacerlos valer son, en verdad, declamaciones insustanciales, antes que derechos verdaderos.
La magistratura argentina, cuando de la defensa de la posesión o de la legítima defensa se trata, suele aplicar los textos legales con un exceso de rigor y desde una posición declamatoria, si no candorosa, propia de quienes no han sufrido en carne propia ataques y amenazas, porque han vivido la vida desde la cómoda contemplación.
Es cierto que en el Código de Vélez no se encuentra ninguna disposición que establezca expresamente con carácter general a la legítima defensa, como eximente de responsabilidad civil. Pero en el art. 2470 CC se hallaba sin esfuerzo una concreta aplicación del principio de la legítima defensa de la vida y los derechos.
Si bien es cierto que en el Código de Vélez la legítima defensa tiene un rol muy acotado en lo estrictamente normativo, rol que –además– ha sido reducido interpretativamente, ello configura una hermenéutica disvaliosa del art. 2470 CC.
Por ende, ahora que el nuevo Código ha dedicado una norma específica a la causal excusatoria de la legítima defensa, ella debe aplicarse cabalmente a los casos concretos, no retaceando interpretativamente su utilización, de modo de desalentar que las personas se defiendan, defiendan sus derechos y posesiones. No debe olvidarse que cada persona que se defiende, asumiendo el riesgo de hacerlo, se transforma en un guardián del orden, al reaccionar contra tentativas antijurídicas e ilícitas de menoscabar sus derechos o de dañar su persona. Ello no es neutro en un momento en que la población sana y decente de nuestro país está siendo agredida por los delincuentes como nunca antes, lo que no debe extrañar vista la prédica disolvente que el segmento “garantista” y su antes encumbrado inspirador realizaron durante años y la libertad de cientos y miles de peligrosos delincuentes que se dispusieron al conjuro de tales delirios.
Reducir el ámbito de aplicación del art. 2240 CC implica, de rondón, impedir o dificultar que las personas defiendan su propiedad más valiosa –su casa–, lo que no ha sido neutro –la magistratura promedio suele creer que sus decisiones son neutras, lo que es gravemente incorrecto–. Por el contrario, cuando se endurecen en exceso los requisitos de la defensa de los derechos, lo que se está produciendo de hecho es tornar ilusorios los derechos defendidos y, a la par, favorecer y multiplicar los ataques contra ellos.
Cabe recordar en este punto que en los EE.UU. la propia Constitución asegura a los individuos el derecho de poseer armas para la autodefensa y se considera sagrado el hogar de las personas. A diferencia de ellos, aquí se ha restringido al extremo la posesión de armas en manos de particulares decentes, dificultando ello y la interpretación en extremo particular de la magistratura sobre este tópico, que la gente pueda defenderse por sí.
Si se asegura a los particulares desde el Estado la salvaguarda de sus derechos y, además, se les permite defenderlos libremente, tornando a cada habitante en un custodio del orden, los derechos están mucho más a salvo[83].
- El principio de relatividad de los derechos (arts. 10, 11 y cc. CCC), en virtud del cual no existen –como regla, y más allá de alguna excepción puntual– derechos absolutos, pues todos son relativos. Como excepción podría mencionarse el derecho absoluto de revocar la donación de un órgano, lo que puede hacerse sin consecuencia alguna y hasta el momento previo de la ablación o el derecho de negarse a un tratamiento médico, aunque cuando esto último podría no tratarse de un derecho absoluto, sino más intenso que otros.
- El principio de evitación y/o aminoración del daño (arts. 1710 y 1711 del CCC): Si bien este principio se encarna o corporiza en tres normas ubicadas en el “sistema” de la responsabilidad civil, el principio de evitación y/o aminoración del daño conforma un principio general de todo el ordenamiento que hace que quien pudo evitar o aminorar la incidencia de un daño inevitable, no pueda luego reclamar resarcimiento por el daño sufrido innecesariamente.
- La salvaguarda del orden público (arts. 12, 13, 4, 8, 144, 151, 279, 386, 515, 958, 960, 1004, 1014, inc. a; 1644, 1649, 2477 y 2600 CCC). El orden público implica un conjunto de principios de orden superior, políticos, económicos, morales y algunas veces religiosos a los que se considera estrechamente ligadas la existencia y la conservación de la sociedad. Limita la autonomía de la voluntad y a él deben acomodarse las leyes y la conducta de los particulares[84]. El orden público implica por esencia considerar el interés general o comunitario sobre el particular, hace a los valores permanentes de un Estado y no cabe utilizar dicho calificativo en forma abusiva, requiriéndose la efectiva y acabada demostración de su configuración[85].
– El concepto de “orden público” no es un concepto cerrado e inmutable, sino una categoría histórica que debe interpretarse de acuerdo con las circunstancias de una comunidad en un momento determinado, correspondiendo en consecuencia una aplicación dinámica de tal concepto[86]. El orden jurídico actual no deja en manos de los particulares la facultad de crear ordenamientos equiparables al jurídico, sin un contralor. El Estado requiere un derecho privado, no un derecho de los particulares. Se trata de evitar que la autonomía privada imponga sus valoraciones particulares a la sociedad; impedirle que invada territorios socialmente sensibles. Sobre todo, se intenta evitar la imposición a un grupo, de valores individuales que le son ajenos[87].
- El principio de moralidad y buenas costumbres (arts. 279, 10, 344, 398, 958, 1004 y 1014 CCC). El art. 279 CC conforma la llamada “regla moral del ordenamiento”; es la norma que con mayor claridad constituye un puente entre el derecho y la moral, impidiendo que objetos gravosamente inmorales, contrarios a las buenas costumbres o ilícitos se conviertan en el objeto de negocios jurídicos válidos.
– La norma fulmina de ineficacia a los actos que se produzcan en contravención a ella. Una vez el maestro José María López Olaciregui trazó una interesante comparación, que explica cabalmente este artículo: “Cuando la voluntad se aparta de la ley, la ley se aparta de la voluntad, es la represalia del ordenamiento”[88].
– Estando bajo el imperio de una Constitución, que en su art. 2 “sostiene el culto católico, apostólico y romano”, evidentemente su Código Civil no puede adoptar un concepto moral contrario a la religión del Estado. Así, creemos que el concepto de moral y buenas costumbres que el Código Civil menciona en varias normas no es otro que el de la moral occidental y cristiana[89]. El análisis de la moralidad de los actos debe ser realizado a partir de conceptos objetivos correspondientes a la moral social o moral media, la cual no es otra que aquella que se adecua a los conceptos correspondientes de la moral cristiana[90].
- La prohibición del abuso del derecho (art. 10 CCC).
“La noción de abuso de derecho es plurívoca, además de flexible –posiblemente demasiado–. Se ha tratado de darle un contenido preciso, sin lograr jamás ello completamente. Se funda sobre la idea de que el ejercicio de un derecho puede revelarse falible y comprometer la responsabilidad de su titular si hace un uso excesivo… la jurisprudencia considera que el abuso o la falta consiste en ejercer su derecho sin interés legítimo y en el solo fin de perjudicar a otro. Bajo la influencia de Josserand y de la noción de desvío de poder en derecho administrativo, convino a menudo en admitirse un segundo sentido: comete un abuso el que desvía un derecho–función de su finalidad[91]. Todavía hace falta que se esté en relación con un derecho–función… Es en el desvío de la finalidad que puede residir el abuso”[92].
– El instituto del abuso del derecho es un estándar jurídico o idea fuerza que mueve a la moralización de las relaciones jurídicas y puede ser aplicado aun de oficio[93]. Claro que la teoría del abuso del derecho aparece como una reacción contra la rigidez de las disposiciones legales y la aplicación mecánica del derecho, y representa un instrumento de flexibilidad del derecho y de su adaptabilidad a las realidades sociales y económicas[94]. Pero, por ser la teoría del abuso del derecho una reacción contra el legalismo, ha de mediar un uso restrictivo del instituto: solamente cuando aparezca manifiesto el antifuncionalismo debe acudirse a este remedio excepcional[95]. No debe ampararse el ejercicio antifuncional, pero tampoco debe actuar el tribunal como último negociador en reemplazo de las partes[96].
– El principio del abuso del derecho no puede ser utilizado en forma indiscriminada ni conjetural, o para satisfacer pruritos formales del juez, pues la regla general es que debe respetarse la autonomía de la voluntad.
– Tampoco puede el magistrado, cobijándose en el manto de la norma que establece la figura del abuso –ahora art. 10, CCC–, introducirse indiscretamente en el acto jurídico, ya para anularlo, ya para modificar las prestaciones aun cuando uno de los contratantes pueda haber negociado bajo reglas que no son las más adecuadas a sus intereses, pues ello no justifica apartarse de lo estipulado, violentando la seguridad jurídica, sin configurarse –en lo concreto– aquellos extremos de gravedad que la categoría legal exige[97].
- La prohibición del abuso de posición dominante (art. 11 CCC): El nuevo ordenamiento veda también el abuso de posición dominante en el mercado, declarando aplicable a esta situación los arts. 9 (buena fe) y 10 (abuso del derecho), amén de las normas específicas.
Sentados los principios fundamentales que el Código Civil y Comercial ha establecido en materia de Derecho privado patrimonial, cabe señalar que existen otros principios rectores propios o específicos, que derivan o se enlazan con los anteriores y se aplican a segmentos concretos del derecho civil, como el derecho de las obligaciones. No entraremos al análisis puntual y detenido de cada uno, ya que su abordaje insumiría un espacio con que no contamos aquí, remitiendo al efecto a una de nuestras obras mayores[98].
[1] Académico correspondiente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires y de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba. Treinta y siete libros publicados al presente, cinco de ellos fuera del país (dos en Europa) y el resto por las mejores editoriales argentinas. Más de 190 artículos de investigación publicados en prestigiosas revistas jurídicas de Europa (Dalloz, Reus, etc.), América Latina y Argentina. Ha dictado doscientas veinte conferencias dictadas al presente en el país y en el extranjero.
Ha ejercido importantes cargos públicos, como el de Asesor General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, el de Juez de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Trelew, el de Ministro subrogante del Superior Tribunal de Justicia de Chubut y el de funcionario de alto rango del Ministerio de Hacienda y Obras Públicas de la Provincia del Neuquén.
[2] Las palmas en materia de asistematicidad se la llevan dos normas del Código: 1) el art. 792, ubicado dentro de la regulación de las cláusulas penales, pese a deber ubicarse dada su naturaleza, dentro del Capítulo relativo a la imposibilidad de cumplimiento de la obligación (arts. 955 y 956 CCC). Y 2) el art. 756 que establece la prioridad de derechos sobre inmuebles, en caso de concurrencia de acreedores, norma que debió situarse dentro del régimen de los derechos reales, pero que se ubicó, sorprendentemente, en medio del régimen obligacional. Pero hay muchísimas más normas ubicadas fuera de su lugar preciso; algunas hasta parecen haber sido escondidas, porque su ubicación resulta inimaginable y descubrirlas requiere un conocimiento profundo del Código.
[3] Volviendo al primer ejemplo dado en la nota anterior, la “norma total” atinente a la imposibilidad de cumplimiento de la obligación, se conformaría con los artículos situados bajo el título respectivo (arts. 955 y 956 CCC), a los que necesariamente deberá sumarse otras cuatro normas ubicadas en lugares disímiles y hasta impensables, como los arts. 792, 1730, 1732 y 1733 CCC. Incluso hay confesiones de asistematicidad, como el título del art. 1732, que debió ubicarse luego del art. 956. Una aplicación de una sola de esas reglas, o de un párrafo aislado de ella, implicará una tergiversación del mandato normativo, reconfigurado ad gustum por el operador jurídico, que es todo lo contrario a una aplicación legítima del régimen legal.
[4] CNCom., sala C, 10/05/2018, “La Economía Comercial SA de Seguros Generales y otro s/ quiebra s/ incidente de verificación de crédito de Tules, Yolanda Erminia”, La Ley, AR/JUR/22249/2018.
[5] A mayor abundamiento, ver LLEWELLYN, Karl N.. Some Realism about Realism–Responding to Dean Pound, Harvard Law Review, Vol. XLIV, 1931 y Adamson Hoebel, Karl Nickerson LLEWELLYN & Edward Adamson HOEBEL, La Voie Cheyenne. Conflit et jurisprudence dans la science primitive du droit (traducción, presentación y notas de Louis Assier...Andrieu), Librairie Générale du Droit et de la )urisprudence, París, 1999.
[6] Ver mi comentario al texto vigente de los arts. 1, 2 y 3 CCC en LÓPEZ MESA, Marcelo – Barreira Delfino, E. (Directores), “Código Civil y Comercial de la Nación. Comentado. Anotado. Interacción normativa, jurisprudencia seleccionada. Examen y crítica”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2019, tomo 1.
[7] DE LOS MOZOS, José Luis, “Ideología y derecho”, en su libro “Derecho Civil. Método, sistemas y categorías jurídicas”, Edit. Civitas, Madrid, 1988, págs. 41 a 70.
[8] DE LOS MOZOS, “Ideología y derecho”, cit, pág. 43.
[9] Schipani, Sandro, “El Código Civil peruano de 1984 y el sistema jurídico latinoamericano. (Apuntes para una investigación)”, en El Código Civil peruano y el sistema jurídico latinoamericano, Cultural Cuzco Editores, Lima, 1986, pág. 45.
[10] Sánchez de la Torre, Ángel, “Los principios del Derecho como objeto de investigación jurídica”, en Los principios generales del derecho, Seminario de la Sección de Filosofía del Derecho de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Actas, Madrid, 1993, pág. 17.
[11] López Mesa, Marcelo J., “Acerca de los principios rectores de nuestro derecho civil (Un tema huérfano de aportes conceptuales en nuestra doctrina)”, en elDial.com, registro DC1A41.
[12] Gridel, Jean Pierre, “La Cour de cassation française et les principes généraux du droit privé”, Recueil Dalloz 2002, sec. Chroniques, págs. 228 y ss.
[13] Gridel, Jean Pierre, “La Cour de cassation française et les principes généraux du droit privé”, págs. 228 y ss.
[14] Reale, Miguel, Introducción al Derecho, 9ª ed., Ediciones Pirámide, Madrid, 1989, pág. 138.
[15] Gridel, “La Cour de cassation française et les principes généraux du droit privé”, págs. 228 y ss.
[16] García de Enterría, Eduardo – Fernández Rodríguez, Tomás Ramón, Curso de Derecho Administrativo, Civitas, 6ª ed., Madrid, 1993, t. I, pág. 76.
[17] CACC Trelew, Sala A, 09/11/2011, “HEREDEROS de J. M. s/ Tercería de Mejor Derecho en Autos “PANDULLO, R. A. c/ SUPERTIENDAS E. S. S.A. s/ COBRO DE PESOS”, en Eureka Chubut, mi voto.
[18] García de Enterría, Eduardo, prólogo a Los principios jurídicos, de Margarita Beladíez Rojo, Civitas, Madrid, 2010, pág. 18.
[19] Rezzónico, Juan Carlos, “La buena fe como norma abierta para la interpretación de los contratos y límites de la interpretación”, LL, 1983–C–270.
[20] Rezzónico, “La buena fe como norma abierta para la interpretación de los contratos y límites de la interpretación”, págs. 270 y ss.
[21] CACC Trelew, Sala A, 20/08/2008, “ARTERO de REDONDO, Amelia c/ POLACCO, Ricardo César s/ Sumario”, Eureka Chubut, según mi voto.
[22] Albaladejo, Manuel, Derecho Civil I. Introducción y Parte General, vol. 1º, 14ª ed., Bosch, Barcelona, 1996, págs. 111–112.
[23] Salas Salas, Nubia Cristina, El rol sistémico de los principios generales del derecho en el ordenamiento civil, pág. 4.
[24] Cfr. Sarmento, Daniel, “Os Princípios Constitucionais e a Ponderação de Bens”, en Torres, Ricardo Lobo, Teoria dos Direitos Fundamentais, Rio de Janeiro, Renovar, pág. 50.
[25] Larenz, Karl, Metodología de la Ciencia del Derecho, 2ª ed., Ariel, Barcelona, 1980, págs. 469 y 471.
[26] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, G. Giappichelli Editore, Torino, 2011, págs. 1–2.
[27] Stanzione – Troisi, Principi generali del diritto civile, págs. 1–2.
[28] Sepúlveda Larroucau, Marco A. – Orrego Acuña, Juan Andrés, Estudios de Derecho Civil, pág. 76.
[29] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, pág. 7.
[30] La causa se llama “Niños de la Calle” (Villagrán Morales y otros) Vs. Guatemala y la sentencia de fondo es del 26 de mayo de 2001.
[31] Para ver con detenimiento los principios del Código de Vélez, ver nuestro trabajo titulado “Los principios rectores del Derecho Civil”, en Revista crítica de derecho privado, ISSN 1510–8090, Nº. 11, 2014, Montevideo, 2014, págs. 355–398. Y vid también nuestro trabajo “Los principios rectores del derecho civil argentino tradicional y su comparación con los del derecho civil paraguayo (Con especial referencia al Derecho de Obligaciones y Responsabilidad)”, en Revista Paraguaya de Derecho Civil, Número 5 – Diciembre 2019, en Lejister.com, cita: IJ–DCCCXL–132.
[32] Ver mi comentario al texto vigente del art. 12 CCC en LÓPEZ MESA, Marcelo – Barreira Delfino, E. (Directores), “Código Civil y Comercial de la Nación. Comentado. Anotado. Interacción normativa, jurisprudencia seleccionada. Examen y crítica”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 2019, tomo 1.
[33] Ver mi comentario al texto vigente del art. 12 CCC en LÓPEZ MESA, Marcelo – Barreira Delfino, E. (Directores), “Código Civil y Comercial de la Nación. Comentado. Anotado. Interacción normativa, jurisprudencia seleccionada. Examen y crítica”, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, tomo 1, Buenos Aires, 2019.
[34] Cabe marcar una duplicidad evidente de la magistratura argentina promedio en su consideración de las víctimas: a) en el fuero civil, un segmento importante de los magistrados hace “ideología de la reparación” teniendo una conmiseración excesiva con muchos que se dicen víctimas, sin serlo más que de sí mismos, por haber actuado con culpas graves e indisimulables; b) en el fuero penal, donde paradójicamente más consideración debería tenerse hacia las víctimas, se ha constituido en muchas jurisdicciones un feudo “garantista”, y los delincuentes –incluso convictos de delitos graves– y sus defensores y patrocinadores, jueces incluso en algunos casos, muestran no sólo desinterés sino hasta desdén hacia las víctimas de delitos, hacia quienes han perdido hijos, esposos, madres, en manos de delincuentes, los cuales son vistos casi como niños traviesos, incomprendidos o impulsados al crimen por una fuerza indetenible. Si alguien duda de cuanto decimos, baste con repasar el reciente episodio del rechazo de un jury a un juez garantista a ultranza, que llevó a ese sector a poner en juego toda su influencia, defendiendo al juez un ex ministro de la Corte, recientemente jubilado.
Por nuestra parte, creemos que la magistratura argentina debe dar una vuelta de campana en su relación con las víctimas: no debe apoyarlas en exceso en el fuero civil, ni dispensarlas de errores suyos graves; pero, a la par, en el fuero penal debe tenerlas en consideración mucho más, dejando de lado la mirada condescendiente e idealizada de los delincuentes, que los ve como si fueran criaturas escapadas del Emilio de Rousseau y que merecen infinitas oportunidades. Personalmente no somos partidarios de las segundas oportunidades, sino de las últimas oportunidades.
[35] Dije en un voto que siempre he pensado que algunos "juristas" autoproclamados tales que plantean soluciones ingeniosas de supuesta justicia –ya no al margen, sino en contra de la ley–, de juristas solo tienen la pretensión y la impostura; ello, puesto que la ciencia del derecho enseña, como primera verdad, que no hay justicia al margen de la ley. Y si la ley es injusta entonces debe declararse su inconstitucionalidad, pero no cabe prescindir de normas sin más (CACC Trelew, Sala A, 30/07/2008, "PERISSET, Carlos Alberto c/ PROVINCIA DEL CHUBUT s/ Daños y Perjuicios" (Expte. Nº 22.675 – año: 2008), en Eureka Chubut, según mi voto).
[36] CACC Trelew, Sala A, 5/7/11, “Nagüelquin, M. I. y otro c/Díaz Godoy, D. H. y otros s/daños y perjuicios” (expte. n° 114 – año 2011), publicado en eldial.com y en sistema Eureka.
[37] CACC Trelew, Sala A, 5/7/11, “Nagüelquin, M. I. y otro c/Díaz Godoy, D. H. y otros s/daños y perjuicios”, en eldial.com.
[38] CACC Trelew, Sala A, 3/4/09, “Asociación de Trabajadores del Estado c/L., Héctor Edgardo y/u otros s/daños y perjuicios” (expte. 281 – Año 2008 CANE), en sist. Eureka.
[39] Cfr. Corte de Casación francesa, 2ª Sala civ., 6/4/87, Bull. civ. II, n° 86; Recueil Dalloz, 1988, pág. 32, con nota de nota de C. Mouly, en Juris Classeur Pèriod. 1987.II.20828, con nota de François Chabas y en Defrénois 1987.1136, con nota de Jean–Luc Aubert.
[40] Delebecque, Philippe, “L’exonération partielle de la présomption de responsabilité pesant sur les gardiens d’une chose, la victime ayant commis une faute en ne veillant pas à sa propre sécurité”, Recueil Dalloz 1995, sec. Sommaires commentés, pág. 232.
[41] Medina Alcoz, María, La culpa de la víctima en la producción del daño extracontractual, Dykinson, Madrid, 2003, pág. 141.
[42] Tribunal Supremo de España, Sala 1ª, 14/12/99, sent. n° 1095/99, ponente: Alfonso Barcala Trillo–Figueroa, en sistema informático El Derecho (Esp.), caso 1999/40444.
[43] Lapoyade Deschampp, Christian, ²Faute inexcusable de la victime qui, à la suite d’une panne, traverse une voie expresse pour rejoindre une station–service”, Recueil Dalloz 1995, sec. Jurisprudence, pág. 395.
[44] Saint–Jours, Yves, ²De la garantie des victimes d’accidents corporels par les générateurs de risques”, Recueil Dalloz, t. 1999, sec. Chroniques, pág. 214.
[45] CNCiv., Sala B, 13/10/99, LL, 2000–E–915; J. Agrup. caso 15.199.
[46] CNCiv., Sala B, 24/3/00, LL, 2000–D–896 (42.969–S); Sala L, 24/4/96, DJ, 1996–2–372 (SJ 1057).
[47] CACC Morón, Sala 1ª, 10/6/04, “Casuscelli”, AP Online 1/1002072.
[48] CACC Morón, Sala 1ª, 10/6/04, “Casuscelli”, AP Online 1/1002071.
[49] CACC Trelew, Sala B, 14/11/07, “Huenchuleo c/Luna”, Eureka Chubut, voto Dr. De Cunto.
[50] CACC Trelew, Sala A, 11/7/14, “González, A. E. y otros c/Santander, J. C. y otro s/daños y perjuicios”, Eureka Chubut.
[51] CNCiv., Sala K, 26/12/06, “Cao”, LL, Online.
[52] De los Mozos, José Luis, prólogo a Buena fe contractual, de Gustavo Ordoqui Castilla, Ediciones del Foro–Univ. Católica del Uruguay, Montevideo, 2005, pág. XX.
[53] Cfr. López Mesa, Marcelo, La doctrina de los actos propios, 4ª ed., Hammurabi, Buenos Aires, 2018.
[54] Josserand, Louis, Derecho Civil, t. 2, vol. 1, Nº 512, pág. 393.
[55] López Mesa, Marcelo, “La apariencia como fuente de obligaciones”, LL, 2011–C–739, y t. II, Cap. XX de esta obra; Bénabent, Alain, ²La théorie de l’apparence se miterait–elle?”, en Recueil Dalloz, t. 1999, sec. Jurisprudence, pág. 185; Pagnon, Christine, ²L’apparence face à la réalité économique et sociale”, Recueil Dalloz 1992, sec. Chroniques, págs. 285 y ss.; Tobías, José W., “Apariencia jurídica”, LL, 1994¬D–317; Contreras López, Raquel S., “Evolución de la teoría de la apariencia jurídica en la legislación civil, a partir del Código Napoleón”, en www.juridicas.unam.mx.
[56] CACC Trelew, Sala A, 30/9/09, “Pastor Neil, B. E. c/Ghigo, C.”, en La Ley online.
[57] López Mesa, Marcelo, “Declaración unilateral de voluntad y confianza legítima”, LL, 2010–E–1167; Rondón de Sansó, Hildegaard, “El principio de confianza legítima o expectativa plausible en el derecho venezolano”, en El derecho venezolano a finales del siglo XX: ponencias venezolanas al XV Congreso Internacional de Derecho Comparado, Bristol, Inglaterra, Caracas, 1998; Calmes, Sylvia, Du principe de la protection de la confiance légitime en droit allemand, communautaire et français, Dalloz, Paris, 2001, esp. págs. 490 y ss.; Melleray, Fabrice, “La revanche d’ Emmanuel Lévy? L’ introduction du principe de protection de la confiance légitime en droit public français”, en Droit et société, 204/1, n° 56–57, págs. 143–149; Puissochet, Jean Pierre, “Vous avez dit confiance légitime?”, en Mélanges en l’honneur de Guy Braibant, Dalloz, Paris, 1996, págs. 581 y ss.; Le Tourneau, Philippe, Droit de la responsabilité et des contrats, 8ª ed., Dalloz, Paris, 2010, n° 205, pág. 110; Sarmiento Ramírez–Escudero, Daniel, “El principio de confianza legítima en el derecho inglés: la evolución que continúa”, Cizur Menor (Navarra), en Revista Española de Derecho Administrativo, n° 114, Civitas, Madrid, 2002, págs. 240 y ss.
[58] CACC Trelew, Sala A, 13/11/12, “Transporte Ceferino S.R.L. c/Construcciones Tierras Patagónicas S.R.L. s/desalojo”, en eldial.com y Eureka Chubut.
[59] Vid Ales Uría Mercedes, “La centralidad de la persona en el Derecho y la objeción de conciencia de las sociedades de familia”, en “Revista de Derecho Civil”, IJ Editores, Nº 3, Diciembre 2014, ref: IJ–LXXIV–590.
[60] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, pág. 1112.
[61] En igual sentido, respecto de la fuente de la norma, el art. 1071 bis CC; CNCiv., Sala H, 11/3/98, LL, 1998–B–630, disidencia Dr. Achával.
[62] En similar sentido, respecto del art. 1071 bis CC, CACC Morón, Sala 2ª, 2/4/92, JA, 1993–III–49.
[63] CACC Morón, Sala 2ª, 2/4/92, JA, 1993–III–49.
[64] CACC San Isidro, Sala 1ª, 15/6/99, LLBA 1999–1225, voto Dra. Medina.
[65] Juzg. Nac. Civil n° 58 de feria, firme, 13/1/92, LL, 1992–E–355.
[66] CNCasación Penal, Sala 1ª, 6/11/97, LL, 1998–A–343; CSJN, 11/12/84, JA, 1985–I–513; 13/2/96, LL, 1996–B–35.
[67] CACC 1ª Mar del Plata, Sala 2ª, 26/10/95, JA, 1996–III–228.
[68] CACC 1ª Mar del Plata, Sala 2ª, 26/10/95, JA, 1996–III–228.
[69] CNCiv., Sala H, 7/6/01, “P., I. G.”, elDial clave AA98C; 26/2/01, LL, 2001–E–173.
[70] En igual sentido, respecto del art. 1071 bis CC, CNCiv., Sala M, 1/3/93, JA, 1994–III–38; 1/3/93, JA, 1994–I–447.
[71] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, pág. 13.
[72] Tribunal Supremo de España, Sala 3ª, Secc. 1ª, 18/4/90, ponente: Delgado Barrio, LL (Esp.), t. 1990–3, pág. 666 (12917–R); 13/7/91, ponente: Delgado Barrio, Archivo La Ley, 1991, 11643.
[73] CACC Trelew, Sala A, 30/5/11, “Vicente H. E. y otra c/Inst. de Seguridad Social s/acción de amparo”, Eureka Chubut.
[74] CACC Trelew, Sala A, 31/10/08, “Palermo, Natalia Lorena c/Obra Social del Personal de Barracas de Lanas, Cueros y Anexos s/indemnización”, Eureka Chubut.
[75] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, pág. 21.
[76] Como advertimos en un voto, no hay igualdad invocable en la diferencia fáctica o, lo que es lo mismo, que la igualdad de trato para ser reclamable requiere, si no de una perfecta igualdad de base fáctica, sí de una equivalencia sustancial de situaciones entre la de quien reclama y la de aquel a quien se le acordara el trato pretendido. De otro modo, la igualdad implicaría un mejoramiento de la propia situación, sin base fáctica suficiente para ello, lo que es inadmisible. Entonces, no puede mágicamente convertirse lo que en un comienzo es desigual o diferente por esencia, en una paridad artificial e indiscriminada, en base a suprimir o acallar diferencias sustanciales relevantes en la base o plataforma fáctica de situaciones a considerar (cfr. CACC Trelew, Sala A, 20/8/14, “Gómez, L. E. y otros c/Mar y Valle S.R.L. s/cobro de pesos e indemnización de ley”, sent. n° 18/14, en elDial.com, registro – AA896B).
[77] Cfr. nuestros votos en sentencias de la CACC Trelew, Sala A, 31/3/10, “Díaz, Mirta Josefa y otro c/Línea 28 de Julio S.C.T.L s/cobro de haberes e indemn. de ley”, 23/6/11, “Galman, Miguel Ángel c/Redondo, Oscar y Redondo, Ricardo Sociedad de Hecho s/diferencia de haberes e indemnización de ley”, ambos en Eureka Chubut.
[78] Igualmente en un caso se indicó que la interdicción de las prácticas sociales discriminatorias no se identifica con el principio general de igualdad ante la ley, si bien ambos institutos encuentran su reconocimiento jurídico inicial en la Declaración Universal de los derechos del hombre (arts. 1 y 2 resp.), sus condiciones de funcionamiento y elementos son notoriamente diversos, no se trata de dos modos distintos de nombrar lo mismo sino de dos institutos que imponen por efecto de estructura consecuencias diferenciadas (CNTrab., sala V, 31/07/2017, “Morelli, Cristian Maximiliano c. Volkswagen Argentina S.A. s/ juicio sumarísimo”, La Ley Online, clave AR/JUR/53619/2017).
[79] CNCom., Sala C, 21/11/80, ED, 92–734.
[80] CSJN, 28/2/06, LL, 2006–C–871, dict. proc. fiscal que la Corte hizo suyo.
[81] C. Civ. Com. y Garantías Penal Pergamino, 4/7/00, LLBA 2000–1381.
[82] Stanzione, Pasquale – Troisi, Bruno, Principi generali del diritto civile, págs. 39–40.
[83] En un fallo se dijo acertadamente que la fundamentación de la legitimidad de la defensa debe partir de la idea de que si se reconoce que los individuos gozan de ciertos derechos básicos que no están sometidos a consideraciones relativas al bienestar colectivo, en muchos casos ese reconocimiento se frustraría si no se concede la libertad o el privilegio (o sea, la ausencia del deber de abstenerse) de defender por sí mismos los bienes que son objetos de tales derechos, aun a costa de afectar intereses más valiosos y de perjudicar de este modo el bienestar del conjunto social (CNCrim. y Corr., Sala 4ª, 9/6/05, “Gómez, Daniel A.”, en AbeledoPerrot online).
[84] CACC 1ª Mar del Plata, Sala 2ª, 21/3/95; 2/10/01, 28/2/02, todos en Juba sum. B1401121.
[85] CNCom., Sala A, 17/5/00, LL, 2001–A–642 (43.279–S).
[86] C. Fed. Córdoba, Sala B, 27/7/89, LLC 1990–144.
[87] SCBA, 10/9/03, Juba sum. B26842.
[88] López Olaciregui, José María, adiciones a la obra de Raymundo Salvat, t. II, pág. 733, n° 2602, “a”.
[89] CACC Trelew, Sala A, 22/11/11, “Mateos, Daniel Alberto c/Banco Patagonia S.A. s/daños y perjuicios (ordinario)”, en eldial.com, voto Dr. López Mesa.
[90] Juzg. 1ª Inst. Civil Cap., firme, 15/3/82, ED, 101–341.
[91] Pollaud–Dulian, Frédéric, “Abus de droit et droit moral”, Recueil Dalloz, t. 1993, sec. Chroniques, pág. 98.
[92] Pollaud–Dulian, Frédéric, “Abus de droit et droit moral”, pág. 98.
[93] CNCiv., Sala M, 7/10/02, DJ, 2003–2–262.
[94] CNCiv., Sala L, 16/10/98, LL, 1999¬C–743 (41.505¬S).
[95] CACC 2ª La Plata, Sala 3ª, 22/2/00, Juba sum. B352961.
[96] CNCiv., Sala C, 9/2/89, “Belloco”, AP online.
[97] CACC 2ª La Plata, Sala 1ª, 27/4/93, “Ojunian, Daniel c/La Nueva Calle S.A. s/cumplimiento de contrato”, Juba B250942.
[98] Para ver en detalle ese tema ver López Mesa, Marcelo, "Derecho de las obligaciones. (Análisis exegético del nuevo Código Civil y Comercial)", B. de F. editora, 1ª edic., Buenos Aires–Montevideo, Mayo de 2015, tomo 2, capítulo 25.