La justicia terapéutica toma especial relevancia como mecanismo para la garantía de derechos de las personas que han sido privadas de su libertad por la comisión delictiva, ante una inercia punitiva que, por siglos, se ha centrado en la represión y el castigo como la única forma de reaccionar frente al delito. El nulo respeto por la dignidad de las personas involucradas en la justicia penal caracterizaría a esta forma de reacción al delito que se erigiría como la única forma posible de reacción. El arraigo legislativo y cultural de esta fórmula punitiva, identificada como de defensa social, impediría el surgimiento de alternativas más democráticas y respetuosas con la dignidad humana hasta muy avanzado el siglo XX. La transición hacia un nuevo paradigma punitivo, ahora en construcción, estaría centrada en el reconocimiento de la dignidad en los instrumentos jurídicos y políticos, como la Declaración universal de los derechos humanos y su ulterior impacto en los tratados internacionales de la materia y en las legislaciones de los Estados parte. La justicia terapéutica se erige como un mecanismo alternativo a aquellas inercias represivas, en tanto que ayuda a las personas responsables de los delitos a reconstruir su proyecto de vida mediante el ejercicio de sus derechos.
Palabras Claves:
Reacción al delito, dignidad, mecanismos alternativos de justicia, justicia terapéutica.
Therapeutic Jurisprudence takes on special relevance as a mechanism for guaranteeing the rights of people who have been deprived of their liberty for committing a crime, in the face of a punitive inertia that for centuries has focused on repression and punishment as the only way of reacting against crime. The lack of respect for the dignity of the people involved in criminal justice would characterize this form of reaction to crime, which would become the only possible form of reaction. The legislative and cultural roots of this punitive formula, identified as social defense, would prevent the emergence of more democratic and respectful of human dignity alternatives, until well into the twentieth century. The transition towards a new punitive paradigm, now under construction, would be centered on the recognition of dignity in legal and political instruments, such as the Universal Declaration of Human Rights and its subsequent impact on international treaties on the subject and on the legislation of the States parties. Therapeutic Jurisprudence stands as an alternative mechanism to those repressive inertias, insofar as it helps the people responsible for the crimes to rebuild their life project by exercising their rights.
Keywords:
Social reaction to crime, dignity, alternative justice mechanisms, therapeutic jurisprudence.
Respecto del delito, deben preocupar principalmente dos cosas: cuáles son sus causas y cómo se reacciona ante él. La construcción de la teoría criminológica ha centrado en estas dos preocupaciones su quehacer científico, pero ha encontrado más discursos legitimantes respecto de la principal y casi única apuesta reactiva utilizada que mecanismos reales y eficaces de reacción y atención al problema social del delito.
Hay distintas maneras de explicar el delito y de llamar a los actos deplorables, como desviados o antisociales y, también, como delitos, y, con ello, muchas maneras de reaccionar ante él. El devenir de la modernidad, desde el surgimiento del derecho penal y hasta muy entrado el siglo XX, ha ido construyendo una única manera de reacción al delito: aquélla centrada en la represión y el castigo con fines utilitarios y expiatorios, lo que construiría, a la postre, un particular paradigma punitivo centrado en la ideología de la defensa social.
El paradigma punitivo de defensa social se arraigaría en la legislación y construiría una particular cultura de la criminalidad de corte represivo y discriminante, lo que cerraría la puerta a cualquier alternativa menos lesiva o preocupada por los derechos de las personas involucradas en y frente a la justicia penal. Este paradigma entraría, irremediablemente, en una crisis de difícil o imposible reversión por sustentarse en la cosificación de las personas a las que alcanzaba -en buena medida, aún lo hace- castigándolas o utilizándolas para pretensiones ulteriores, con total falta de respeto por su dignidad; dignidad que, como categoría más ética y filosófica, no encontraría asidero en los instrumentos jurídicos y políticos en esta época.
Hechos lamentables de la historia de la humanidad motivarían la construcción de un modelo de convivencia fundado en torno a la dignidad humana y la transición hacia un paradigma punitivo en correspondencia con los anhelos democráticos de las naciones occidentales; este paradigma debía -aún debe- abandonar aquellas inercias discriminantes y de control de unas personas por parte de otras para priorizar la garantía de sus derechos.
En la transición hacia un paradigma correspondido con la dignidad humana, las alternativas a las arraigadas prácticas punitivas de exacerbante represión no se harían esperar; cobran especial interés aquéllas que priorizan tanto el goce como el ejercicio de derechos de las personas involucradas en la justicia penal -personas imputadas por delito, sentenciadas, víctimas de los delitos y del abuso de autoridad, entre las principales- como el modelo de justicia terapéutica para su deseada reinserción social, habilitarles para el ejercicio de sus derechos y la reconstrucción de su proyecto de vida o la construcción de uno nuevo. Particular relevancia toma, en tanto mecanismo para la reinserción social, el modelo de justicia terapéutica.
Con una metodología de reconstrucción socio-histórica, este art. pretende reflexionar, primero, respecto de la consolidación de un paradigma punitivo que se erigiría con el nacimiento del derecho penal mismo y afianzaría su vigencia y arraigo en la legislación y en la cultura punitiva por al menos dos siglos, y que se caracterizaría por su exacerbada represión y latente discriminación hacia las personas a las que alcanza, y, segundo, respecto del proceso de transición hacia la consolidación de un paradigma punitivo más correspondido con los anhelos de todo estado democrático en torno a la dignidad humana, paradigma este último en el que las alternativas a la represión y el castigo se muestran como viables ante las lacerantes violaciones de los derechos humanos en los procesos de incriminación y sanción que han caracterizado el sistema penal.
Más que analizar o describir los parámetros del modelo de Justicia Terapéutica, la intención de esta reflexión estriba en encontrar la justificación del empleo de mecanismos alternativos a la hegemonía de la represión y el castigo, en tanto puedan suponer vías menos lesivas y más idóneas para el ejercicio de sus derechos por parte de las personas involucradas en la justicia penal. El modelo de Justicia Terapéutica, en tanto mecanismo idóneo para propiciar la reinserción social de las personas sujetas a sanción penal y habilitarlas para el goce y ejercicio de sus derechos, pretende consolidarse como una alternativa viable, correspondida con un nuevo paradigma punitivo aún en ciernes: aquel centrado en el respeto, la protección, la promoción y la garantía de la dignidad humana como base y fundamento de las libertades y demás derechos.
La reacción al delito, sobre todo desde el ámbito público que es fuerza, siempre ha requerido de legitimación. Restringir e incluso lesionar derechos para proteger derechos podría parecer a simple vista algo legítimo de sí y no requerir de mayor certificación, pero la reacción punitiva implica algo más que simples razones: ¿cuándo reaccionar?, ¿cómo reaccionar?, ¿con qué fuerza?, ¿en qué medida restringir derechos o inclusive lesionarlos? Estas son sólo algunas de las muchas preguntas que indican que no se trata de algo simple de definir ni, tampoco, de explicar.
Explicar la reacción al delito implica también legitimarla -o al menos lo pretende-, de ahí que tal explicación haya motivado la construcción de teorías de muy diverso origen epistémico que, en mayor o menor medida, impactarían a la postre en la ley y, en consecuencia, en las políticas públicas -para el caso- de la criminalidad. Todas las fórmulas explicativas y justificativas de la reacción punitiva están precedidas de la noción del delito. A partir de cómo se ha concebido el delito, se han estructurado las políticas de reacción, esto es, la legitimación de la reacción siempre ha tenido su origen en la concepción misma del delito que alude a sus causas.
En el entendido de que existen un sinfín de explicaciones respecto de las causas del delito y lo complicado que resultaría su sistematización, la agrupación en dos grandes categorías que realiza Raúl Zaffaroni respecto de las explicaciones dadas sobre su origen -y causas- resulta más que adecuada en esta reflexión; para el autor, las razones por las que históricamente se ha explicado el delito atienden a si se considera a la persona un ser libre (indeterminado) o un ser no libre (determinado), consideración que lo lleva a agrupar las razones dadas al delito en causas deterministas o indeterministas. Las primeras se centran en el mal uso de la libertad y las segundas, en condiciones de inferioridad biológica o mental, razones que han llevado a la teleología de la justicia penal a pretensiones retribucionistas de castigo o utilitaristas de prevención y, de ahí, a hablar desde el derecho penal y las políticas de la criminalidad de culpabilidad por los delitos cometidos y peligrosidad por los delitos que se pudieran cometer (Zaffaroni y Dias dos Santos, 2019, p. 5 y ss.).
Las razones tanto deterministas como indeterministas son de origen premoderno, sin duda, pero encontraron asidero y cobraron vigencia ya en la modernidad a través de los modelos punitivos propios de la ideología de la defensa social: fórmulas caracterizadas por asignar a las personas las causas del delito, etiquetarlas como delincuentes, identificarlas como una amenaza para la sociedad y pretender encontrar en ellas -las así etiquetadas como personas delincuentes, enemigas de la sociedad- la solución al problema del delito y justificar con ello la reacción punitiva que las cosificaría, haciéndolas objeto del derecho penal y de sus pretensiones teleológicas de castigo y utilidad social.
Esta noción respecto de las causas del delito se arraigaría en las teorías criminológicas y en las subsecuentes políticas públicas de la criminalidad desde el origen de la modernidad, hacia la segunda mitad del siglo XVIII, hasta muy entrado siglo XX. La sociedad sería el bien que se debe proteger del mal y del delito (Baratta, 2004, p. 36) y las políticas intervencionistas caracterizarían al Estado y a sus pretensiones punitivas (Bustos-Ramírez, 1983a)[1]. El arraigo se extendería a todo el saber penal y propiciaría a la postre la construcción de una particular cultura de la criminalidad que se fundaría en la dicotomía del bien y el mal, de la bondad y la maldad, y que se trasladaría primero a las personas, para clasificarlas en buenas y malas, delincuentes y no delincuentes, peligrosas y no peligrosas, y luego al derecho penal, para controlar a las así calificadas de malas, delincuentes y peligrosas, y, también, a las políticas de la criminalidad, para castigarlas, neutralizarlas y reformarlas.
El surgimiento de la criminología de la reacción, producto de la crisis del sistema penal (Bergalli, 1996)[2] y de la propia teoría social, reformularía el objeto de estudio de las tesis criminológicas para centrarse en la reacción al delito y ya no en el así considerado hombre delincuente; ello llevaría a encontrar nociones distintas del delito: ya sea como una construcción de la política criminal (Bergalli, 1996)[3] ya como una realidad, un problema social, una violación a los derechos humanos producto de la naturaleza antisocial del capitalismo (Zaitch y Sagarduy, 1992)[4]. Estas nociones llevarían a buscar alternativas a la reacción punitiva más correspondidas con las expectativas democráticas de muchos modelos punitivos de tal convicción, en las que las personas dejarían de ser el objeto de estudio y también de control del saber penal y de las políticas de la criminalidad para convertirse en lo que realmente son: personas dignas, sujetas de derechos.
II.2 Formas de reacción al delito
Hay muchas formas de denominar a los actos deplorable y delito es una de ellas: “delito puede ser tantas cosas y al mismo tiempo ninguna”, afirma Nils Christie, porque los conceptos tienen consecuencias: “…el concepto de delito es fácilmente adaptable a cualquier tipo de propósito de control” (Christie, 2008, pp. 1 y 2). En efecto, así como hay muchas maneras de denominar los actos de las personas, también existen muchas formas de reaccionar a los actos deplorables, de ahí la importancia de la definición. Al delito se reacciona mediante las potestades públicas, reprimiendo y sancionando; la reacción punitiva es sólo una manera de responder al delito, pero no es, necesariamente, la mejor (Ferrajoli, 1995)[5]. La reacción del delito es fuerza que lesiona y restringe derechos, por ende, requiere siempre de legitimación; el discurso prevencionista es uno de los más utilizados con tales pretensiones, pero la respuesta punitiva, en cuanto tal, no es la única, también las intervenciones sociales -como las denomina Bergalli- juegan un papel decisivo en el reclamo y aseguramiento de los derechos de las personas, tanto imputadas como víctimas, en toda sociedad que se precie de democrática, participativa y plural (Bergalli, 1993, p. XII).
La reacción al delito desde el sistema penal y sus agencias tiene -debe tener- el propósito de regular la reacción pública que es fuerza, pero también evitar las reacciones y venganzas privadas (Ferrajoli, 1995)[6], esto es, racionalizar la violencia, de ahí que la reacción al delito desde lo público será legítima en la medida en que sea racional, racionalidad traducida en la imposición de límites al despliegue punitivo para evitar reacciones y sanciones penales “máximamente fuertes e ilimitadamente severas” -como las denomina Ferrajoli (1995, p.331)-.
La racionalidad en el quehacer punitivo, desde esta óptica, debe traducirse en la consagración de derechos y en la construcción de mecanismos de garantía adecuados para su efectivo goce y ejercicio, de ahí la incorporación de principios -fundamentalmente de naturaleza procesal- en los sistemas jurídicos de tradición de derecho escrito -en el ámbito latino de Europa y Latinoamérica, primordialmente- que hagan posible el ejercicio racional de la fuerza para que la afectación sea solo la necesaria. La racionalidad que da legitimidad a la justicia penal, sin embargo, motiva un sinfín de críticas en la medida en la que el discurso jurídico penal no se corresponde con la manera en cómo el sistema penal en realidad opera (Zaffaroni, 1998)[7].
El recuento histórico del quehacer punitivo evidencia con claridad la poca racionalidad que ha mostrado, no sólo porque los límites en ley no han sido los suficientes, sino porque, aun siéndolo, no han tenido los mecanismos idóneos o suficientes para garantizar con eficacia su cumplimiento. El cúmulo de violaciones al debido proceso y a los derechos humanos de las personas involucradas en la justicia penal documentadas y las estadísticas públicas de la poca eficacia de los sistemas penales y de la cifra negra de la criminalidad[8] dejan más que claro que la reacción punitiva no es suficiente para atender el problema del delito y, mucho menos, de manera integral. Estas son razones suficientes para que las alternativas a la reacción punitiva no se hicieran esperar.
El despliegue punitivo implica la lesión de derechos para las personas a las que alcanza y, como se afirmó, ello requiere de legitimación; de ahí que los fines pretendidos mediante las sanciones penales tengan siempre esa intención. Para efectos de esta reflexión, un paradigma punitivo agrupa una serie de variables de común denominador que implican una forma concreta de entender y reaccionar al delito, una teleología en común, bajo metodologías compatibles y congruentes con aquella.
Dos formas principales de fundamentar el quehacer punitivo se erigirían desde el origen del derecho penal hacia el iluminismo clásico y se mantendrían vigentes con particular arraigo -en buena medida, aún lo hacen- al menos durante dos siglos: la fundada en la idea del castigo, que se identifica como retribucionismo penal, y la que se anclaría en la pretendida utilidad social, identificada como utilitarismo penal.
Retribución significa pago; en el discurso penal implica pagar con sufrimiento el sufrimiento ocasionado, a manera expiación de la culpa. Para Hart la pena se legitima en función de dos principios: el de igualdad y el de libertad (Zaffaroni, 1998, p. 85); el primero requiere que cuando alguien vive en sociedad sin violar el derecho se halle en una situación diferente a la de quien lo hace violando el derecho, de lo que se desprende la necesidad de que quien violó el derecho retribuya el mal que ha causado. La percepción del castigo en este sentido es herencia de los orígenes del Estado como Estado absoluto, donde la dualidad pecado-penitencia era sinónimo de delito y pena. En este sentido, Bustos-Ramírez (1983a) afirma que “la centralización -del poder- permitía unir soberano con Dios, y a través de ello soberano con moral, derecho y justicia. Esta estructura vertical trascendental, de dependencia personal centralizada, permitió legitimar el orden social organizado existente” (p. 12). Así, el castigo estaría ligado -aún lo hace- a la noción de venganza de orígenes premodernos.
En la naciente modernidad, sin embargo, la idea del castigo como fin legitimante de la pena privativa de libertad permanecería, a pesar de los planteamientos humanistas de la época reactivos a la pena de muerte y los así llamados castigos corporales.
Para David Garland (1999, p.17), “…el papel del castigo en la sociedad moderna, de hecho, no es tan obvio ni tan bien conocido. Hoy en día el castigo es un aspecto de la vida social profundamente problemático y poco comprendido, cuya razón de ser no queda clara. El que no lo percibamos de este modo es consecuencia de la apariencia de estabilidad e impenetrabilidad que tienen las instituciones formales, más que de la transparente racionalidad de los procedimientos penales en sí”.
El devenir de la era moderna documentaría el arraigo del castigo, tanto como fin legitimante del quehacer punitivo en la legislación penal, como en la cultura de la criminalidad.
El utilitarismo penal, por su parte, justificaría a la pena privativa de libertad -pena por excelencia- bajo el argumento de prevención delictiva, utilidad prevencionista soportada en su momento por la neutralización y readaptación del así etiquetado delincuente -prevención especial- o por la motivación de la norma o la intimidación mediante penas, generalmente, ejemplares -prevención general-[9]. En particular, la readaptación social como argumento legitimante de la pena privativa de libertad encontraría acogida en las legislaciones de occidente y, por supuesto, en el saber penal, al amparo de la ideología de la defensa social: convertir así a las personas malas en buenas y hacerlas útiles socialmente -fines de prevención especial positiva o también conocida como prevención integración-.
Otras formas de utilidad no declaradas cumplirían también su función para aquella época, en la que la reproducción de la fuerza de trabajo resultaba indispensable para la acumulación; privar de la libertad, a partir de entonces ya reconocida por igual para las personas, también resultaba de relevancia, y qué decir de la pretensión -tampoco declarada- de disciplinar para el trabajo; Michael Foucault, en Vigilar y castigar, afirma: “los ilustrados que descubrieron las libertades también inventaron la disciplina” (Bustos-Ramírez, 1983b, p.13). Las personas marginadas, las pobres, las vagabundas, las mendigas, etc., se convertirían en las enemigas de un sistema fundado en la reproducción de la fuerza de trabajo (Bustos-Ramírez, 1983b).
Todas aquellas formas utilitarias, declaradas o sólo latentes, tendrían un común denominador: utilizar a las personas, para el caso las denominadas delincuentes, como objeto de ulteriores pretensiones, por tanto, seres humanos desde entonces tratados como cosas, sin respetar su condición de persona, concebidos como el enemigo. En palabras de Zaffaroni (2007, p. 5):
El poder punitivo siempre discriminó a seres humanos y les deparó un trato punitivo que no correspondía a su condición de personas, dado que sólo los consideraba como entes peligrosos o dañinos. Se trata de seres humanos a los que se les señala como enemigos de la sociedad y, por ende, se les niega el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de los límites del derecho penal liberal, esto es, de las garantías que hoy establece el derecho internacional de los derechos humanos.
El retribucionismo y el utilitarismo penal serían las corrientes del saber penal que legitimarían el quehacer punitivo desde la naciente modernidad y hasta muy avanzado el siglo XX, amparados en la ideología de la defensa social, ideología caracterizada por priorizar los intereses sociales -y también los públicos- sobre las personas y, por supuesto, sobre la garantía de sus derechos. Ambos modelos punitivos, aún con las diametrales y antagónicas diferencias epistémicas -deterministas o indeterministas- ya porque se tratara de un derecho penal de acto ya de autor[10], tendrían una ulterior finalidad: defender al bien sociedad del mal delito[11].
III.2 Cultura de la criminalidad
La ideología de la defensa social, bajo los sustentos teleológicos retribucionistas y utilitaristas, se arraigaría en las políticas públicas de la criminalidad por prácticamente dos siglos, tiempo suficiente para lograr su asentamiento cultural. Las legislaciones penales se estructurarían bajo tales presupuestos y los mecanismos procesales serían idóneos para tales pretensiones: los así reconocidos procesos penales mixtos-inquisitivos, vigentes en los países occidentales de tradición de derecho escrito desde sus orígenes en el siglo XIX hasta muy avanzado el siglo XX; en algunos casos, como en México, se constatan todavía durante casi las primeras dos décadas del presente siglo[12].
Cuando las propuestas de teoría social encuentran aceptación en la comunidad científica de la especialidad, es muy probable que impacten en los preceptos legales y se operen mediante políticas públicas; eso sucedería, en buena medida, con el saber penal de influencia ideológica de defensa social; era la “ciencia del positivismo”, la que sostendría que unas personas serían superiores a otras, con lo que el reconocimiento de derechos en ley estaría diferenciado. Un modelo jurídico de tales presupuestos, entonces, legitimaría el control de unas personas sobre las otras, las así definidas inferiores, malas, peligrosas y un largo etcétera; el derecho penal sólo sería el instrumento para ello.
La coyuntura de la época con un capitalismo en ciernes y necesitado de consolidación vería en tales posturas ideológicas -para entonces, científicas- el asidero idóneo y el caldo de cultivo para el control, la disciplina y la protección de intereses hegemónicos[13]. La creciente conflictividad social, motivada por crecimiento exponencial tanto de la población como de la migración, desde la lectura ideológica de defensa social, motivaría el endurecimiento de la reacción punitiva y de la severidad de las sanciones. Distraer la atención respecto de aquellas razones empíricamente verificables para anclarlas en argumentos metafísicos y absolutistas daría pie al ejercicio del poder autoritario por gobiernos cimentados en aquella ideología de arraigo positivista[14], como, en México, el Porfiriato[15] hacia finales del siglo XIX y principios del XX. Las expresiones de Ritzer (2007) respecto de que el proyecto de Comte “…de una futura sociedad positivista (que) entrañaba muchas implicaciones totalitarias” son más que didácticas.
Legitimado, como lo estaría durante aquel lapso, el ejercicio autoritario del poder mediante -principalmente- un sistema penal de instituciones rígidas y altamente discriminantes, esto supone entender que había una aceptación del discurso jurídico-penal reproducido por el saber penal en los espacios del despliegue punitivo y reflejado en el quehacer cotidiano, como las resoluciones y sentencias, pero también reproducido desde la enseñanza misma de las disciplinas de la materia. Esta legitimación no estaría anclada en la racionalidad del despliegue punitivo necesariamente, sino en la correspondencia de las definiciones legales, con el quehacer científico, sí, pero, sobre todo, con la cultura popular; una particular cultura de la criminalidad se habría construido y, también, cimentado mediante el ejercicio constante de reproducción de tales fórmulas punitivas en todos aquellos ámbitos de aplicación del derecho penal.
La matización del discurso represivo con argumentos incipientemente garantistas de reconocimiento de derechos para las personas imputadas, primordialmente, pero sin mecanismos idóneos para su efectiva materialización sólo encubriría aquella realidad represiva; el deber ser del reconocimiento en ley de derechos para aquellas personas difícilmente sería en realidad, se trataría solo de un fin declarado pero no latente por su inviabilidad en mecanismos construidos -y también pensados- justamente para lo contrario.
Habrá de acotarse que la cultura, en general heredada de la premodernidad y reproducida en el saber penal de aquella influencia ideológica, se correspondería con la cosmovisión absolutista anclada en dogmas del saber popular, de ahí su particular y profundo arraigo cultural y su permanencia por siglos. Esa particular cultura de la criminalidad en general, asentada no sólo en las personas que operan las instituciones del sistema penal sino, también, en las personas en general, motivaría su arraigo y permanencia en la ley penal -sustantiva y adjetiva- y su aplicación bajo aquellos presupuestos motivaría, a su vez, su naturalización cultural.
En síntesis, el derecho -y el derecho penal- que habría sido reflejo de la cultura de la época serviría tanto para construir como para afianzar una cultura punitiva represiva desde entonces y, en gran medida, hasta la fecha también serviría para obstaculizar el cambio y las transformaciones culturales, propiciando su permanencia y profundo arraigo. El derecho -y derecho penal- deberá ser motor del cambio: de la deconstrucción de una cultura tal y de la construcción de una en mayor correspondencia con la dignidad humana y con los anhelos democráticos de las sociedades actuales[16].
La transición hacía un paradigma de tales pretensiones se ve obstaculizada hasta la fecha por aquel arraigo cultural de fundamentos represivos; una cultura más democrática, fundada en los derechos humanos y en torno a la dignidad humana, es el camino por seguir en la reconstrucción cultural para la subsecuente transformación de una justicia penal de estos fundamentos.
Las fórmulas punitivas de arraigo en la ideología de la defensa social motivarían la crisis del sistema penal; pero tal crisis no sería sólo del quehacer punitivo a través de las instancias del sistema penal. Se trataría de una crisis de la teoría social en general. La sociología, que habría nacido bajo la influencia ideológica del positivismo e influiría de manera importante en las disciplinas sociales -como el derecho penal y la criminología- durante prácticamente un siglo, daría de sí por sus planteamientos rígidos y absolutistas, que se habrían centrado -y ensañado- en las personas, tratándolas como objeto no sólo de estudio sino, también, de pretensiones de control y legitimación de prácticas represivas. Fariñas (1994), al referirse a la crisis de la sociología jurídica de inicios de la segunda mitad del siglo XX, argumenta como causas: su metodología positivista, cuantitativa y descriptivista, que habría motivado una sociología del derecho demasiado formalista, legitimadora del orden establecido y demasiado avalorativa, acrítica y descriptiva; pero todo ello es solo el reflejo de una crisis más profunda, que podría resumirse -afirma- en la crisis epistemológica de la sociología positivista[17].
Los presupuestos positivistas que tuvieron influencia en el despliegue punitivo que se han identificado como de defensa social y que llevaron -como se afirmó- a cosificar a las personas, haciéndolas objeto de control por una mal argumentada inferioridad, conducirían a la humanidad hacia uno de los episodios más lamentables de su historia: el Holocausto, el genocidio de millones de judíos bajo el presupuesto de leyes discriminantes[18] que protegían a una raza pretendidamente superior -la Aria- de una calificada de inferior -la judía-. Contundente y clara es la expresión de Bustos Ramírez, cuando afirma:
El problema fundamental era legitimar la intervención en la libertad e igualdad de los individuos para someterlos al bien social, para clasificarlos conforme a ello en peligrosos y no peligrosos, en anormales y normales. Esta búsqueda lleva la crisis más profunda del Estado moderno, pues hace surgir el Estado fascista y el Nazi… (1983b, p. 18).
Parafraseando a Zaffaroni (1998, p. 43), el número de muertes causadas por nuestros sistemas penales se acerca y a veces supera al número de muertes de iniciativa privada. Ello, y la infinidad de violaciones a los derechos humanos cometidas desde las agencias del sistema penal, quedaría en evidencia con el advenimiento de la reacción crítica a la criminología positivista, para entonces de profundo arraigo, tanto cultural como en la legislación penal. Modelos de teoría social con mayor correspondencia con las cambiantes sociedades del siglo XX[19] emergerían para contradecir -y superar- la noción absolutista de la realidad social -y de los problemas sociales, como el problema social del delito- y oponer a la pretendida objetividad del conocimiento la relevancia de la subjetividad en la interpretación y construcción social de la realidad y, por ende, de la realidad criminal.
La reacción crítica tendría su punto de partida con las teorías del labelling approach, o del etiquetamiento (Larrauri, 1992) La criminología de la reacción, también conocida como criminología crítica, bajo la influencia del pensamiento interaccionista, pero también del marxista, construirían un andamiaje crítico que sumiría más al sistema penal en su crisis; evidenciar lo que sucedía y contrastarlo con el discurso penal legitimante para, entonces, de una realidad construida -por el propio discurso-, pero no correspondida, con los efectos victimizantes del quehacer punitivo, marcaría el derrotero de una crisis irreversible y del surgimiento paulatino de alternativas punitivas más en la línea de las exigencias democráticas de sociedades cada vez más plurales que exigían igualdad y respeto por sus libertades. La consagración de la dignidad humana como categoría jurídica y el reconocimiento progresivo de derechos para las personas marcarían la transición hacia un nuevo paradigma, tanto de teoría social como de la noción misma de los derechos humanos, inercia que impactaría en la construcción -aún en ciernes- de un nuevo paradigma punitivo.
IV.2 Dignidad y derechos
El fin de la Segunda Guerra Mundial ocasionada por el Holocausto, motivaría el concierto de las naciones unidas en torno a los derechos humanos; la Carta de las Naciones Unidas fundamentaría el nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas y hacia 1948 se adoptaría la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Los primeros considerandos de la Declaración centran en la dignidad las expectativas de libertad, justicia y paz; dejan claro que acontecimientos como el Holocausto no pueden volver a ocurrir. A diferencia del origen de los derechos humanos por el reconocimiento de la igualdad en aquellos documentos históricos que dieron píe al constitucionalismo moderno -como la declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano y la Bill of Rights de la independencia de los Estados Unidos de América-, la Declaración Universal protege la igualdad con fundamento en la dignidad intrínseca para evitar el menosprecio por los derechos humanos, origen de los actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad -como lo establecen sus considerandos-.
Por primera vez se establecería en un instrumento jurídico la dignidad como categoría, lo que a la postre originaría que los Estados parte la integraran a sus sistemas jurídicos locales. Con fundamento en la dignidad humana, se erigirían los tratados internacionales de derechos humanos, pero, también, un cúmulo de legislaciones locales de países parte que paulatinamente irían adaptando sus contenidos en congruencia con ella.
Las definiciones de la dignidad humana suelen ser de tipo ético y filosófico pero su significado como categoría jurídica ha generado un debate inacabado debido a que su consagración en textos legales no ofrece necesariamente una definición en cuanto tal: “…la invocación a la dignidad inherente a los seres humanos es frecuentemente invocada, pero sin ahondar en su posible significado, parece asumirse que hay una única comprensión del significado de la dignidad así invocada” (Lefranc, 2009, p. 215). Para efectos de esta reflexión, sin embargo, el texto del significado y contenido de la dignidad como principio en el art. 5 de la Ley General de Víctimas en México, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 9 de enero de 2013, resulta por demás didáctica, al desagregar las variables de su noción conceptual; así, la evoca como valor, principio y derecho fundamental base y condición de los demás derechos; exalta la comprensión de la persona como sujeta de derechos y no como objeto de violencia o arbitrariedades por parte del Estado mismo o de los particulares, y obliga al respeto de la autonomía -de las víctimas- y de considerarlas y tratarlas como fin de su actuación. Estos elementos considerados como exigencias del principio de dignidad -para el caso de las víctimas de los delitos y de las violaciones a derechos humanos- son parte indispensable de un nuevo paradigma punitivo que exige de las instancias del sistema penal el respeto de la dignidad de las personas a las que alcanza: imputadas, sentenciadas y víctimas, tanto del delito como del abuso de poder, incluyendo a las personas ofendidas y no sólo las víctimas directas.
Las personas involucradas en y frente al sistema penal, ya sea en su calidad de imputadas, sentenciadas, víctimas de los delitos, víctimas de violaciones a derechos humanos, ya como familiares y ofendidos -que también son víctimas-, testigos, etc., no pueden ser objeto de violencia de ningún tipo, no pueden ser cosificados ni lesionados en su integridad física o psíquica, no pueden ver afectada su autonomía y autodeterminación, no pueden ser objeto de las decisiones de otras personas, incluso si esas decisiones son las mejores o las mejor intencionadas; así, no pueden ser utilizadas con pretensiones utilitaristas de beneficios sociales sobre la garantía de sus derechos; si se alcanzan beneficios de estabilidad y paz social, debe ser porque la garantía de goce y ejercicio de sus derechos se alcanzó y ello ayudó a la consecución de tales beneficios sociales, pero nunca en detrimento de su dignidad ni de la garantía de sus derechos.
El goce y ejercicio de derechos por parte de las personas es lo que les permite el desarrollo de una vida digna, la construcción de un proyecto de vida y el alcance de sus objetivos y metas de vida; en la medida en que las garantías de acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, a una vida libre de violencia, a una alimentación adecuada, al esparcimiento, y un largo etcétera se cumplan, aquello será posible.
El acceso a derechos, sin embargo, está diferenciado; no todas las personas pueden acceder en igualdad de condiciones a los derechos ya consagrados para todas ellas sin distinción; las naturales diferencias entre las personas, como la edad, el género, las preferencias, el estado de salud, la discapacidad, etc., históricamente han dejado en desventaja a unas personas respecto de las otras en clara discriminación. Las desigualdades socioculturales son reflejo del histórico acceso diferenciado a la riqueza, que ha acabado por determinar el grado de acceso a derechos y evitar su pleno goce y ejercicio por igual; ello, también ha impactado cuando se trata de acceso a la justicia, sobre todo si se considera que el derecho penal ha sido utilizado para el control de aquellas personas, ante la imposibilidad de garantizar el goce y ejercicio pleno de sus derechos. El derecho penal, así, utilizado para el control y la represión de unas personas por parte de otras y no para la garantía de goce y ejercicio de sus derechos, se erigiría como un mecanismo altamente discriminante y lesivo, legitimado por la defensa social, pretensiones de defensa social que degenerarían en la protección de intereses hegemónicos o de las así denominadas razones de Estado.
V.2 Un paradigma punitivo en construcción
El control de las personas consideradas diferentes, las que quedaron al margen del desarrollo y de la riqueza, de las que contravienen los intereses hegemónicos o simplemente no cumplen con las definiciones de quien las etiqueta y, en consecuencia, discriminadas, caracterizaría al paradigma punitivo de defensa social, que es, por excelencia, retribucionista y utilitarista, paradigma de crisis irreversible sí, sin duda, pero aun presente en el quehacer punitivo de profundo arraigo en variables tales.
La incorporación de la dignidad como categoría jurídica en los instrumentos internacionales y su reconocimiento en las leyes supremas de los Estados de convicción democrática y, paulatinamente, en el resto de los ordenamientos jurídicos, para el caso los de naturaleza punitiva, propiciarían una transformación también paulatina -lenta- de aquel paradigma de defensa social hacia uno mucho más en correspondencia con los anhelos democráticos de las sociedades occidentales.
El arraigo de las variables represivas en el saber penal y en la cultura de la criminalidad opone importante resistencia a la transición de un paradigma hacia el otro y ha generado una especie de confrontación entre ambos, como si se tratara de opciones a elegir y no de un proceso evolutivo, justo de transición: control social versus dignidad humana, utilizando la palabra versus en su raíz latina, que significa hacia; esto es, “encontrarse frente a algo, pero en dirección hacia”, parafrasea Fariñas (2005, p. 1013), al referirse al versus en el significado que en latín tenía dicha preposición, y no en contra, como si se tratara de una contienda.
La transición de un paradigma a otro debe significar evolución y, por tanto, mejora; debe suponer el incremento de derechos para las personas involucradas en y frente a la justicia penal de manera siempre progresiva y, en consecuencia, la disminución de las potestades punitivas y de control para operar la justicia penal, lo que siempre es inversamente proporcional[20]. El recuento sociohistórico desde los orígenes del Estado -en su forma de Estado absoluto-, sin embargo, muestra esta inercia como una ecuación de vaivenes entre la seguridad del Estado o la de las personas, en la medida en que muchas potestades públicas hacen sentir al Estado seguro, pero en detrimento de la seguridad de las personas[21]. Aquellos vaivenes deben transformarse en progresividad[22] y no suponer más esa especie de estires y aflojes producto de las tensiones entre las ideologías -para el caso, hoy día, principalmente, entre garantismo y las políticas identificadas como de derecho penal del enemigo; en palabras de Martínez–Bastida (2013):
“…el enemigo ha sido utilizado como pretexto para usar, de manera indiscriminada, el punitivismo en las constantes del devenir histórico: el Derecho Penal, para funcionar, ha necesitado de un elemento que, intrínsecamente, le permite legitimarse en el conglomerado social, este constructo es conocido bajo el epígrafe de hostil o enemigo, elemento siempre presente en los discursos y procesos de criminalización del poder punitivo a lo largo de la historia” (pp. 25-26).
Ante tal inercia, las alternativas de reacción al delito alejadas de las siempre recurrentes políticas represivas y de control resultan no sólo de notable interés sino, también, de urgente desarrollo y consolidación.
El derecho penal nació para la defensa social, excluyó a las víctimas y cosificó a los denominados delincuentes, utilizándolos con fines de pretendida utilidad social, siempre tergiversados en políticas de excepción[23] o de razones de Estado. Los pocos derechos consagrados para las personas imputadas y sentenciadas carecían de mecanismos idóneos de garantía, por lo que su finalidad sería meramente legitimante. La no correspondencia entre el discurso punitivo y la realidad[24], más la pretensión de superioridad de unas personas sobre otras para su control e, incluso, aniquilamiento, motivaría una crisis del sistema penal de difícil o imposible reversión.
Para algunos autores, el problema es estructural, por lo que consagrar derechos es más bien el único medio al alcance, pero insuficiente para superar la crisis[25]. Otros, como Ferrajoli, observan cómo la crisis afecta a los fundamentos clásicos del derecho penal, ya por ser inadecuados ya por no poder ser satisfechos, olvidados y aplastados -afirma- por orientaciones eficientistas y pragmáticas: “…el derecho penal, aun cuando rodeado de límites y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política” (Ferrajoli, 1995, p.21).
Un paradigma punitivo correspondido con los desarrollos democráticos alcanzados -o pretendidamente alcanzados- por los países occidentales debe priorizar el goce y ejercicio de derechos sobre sus pretensiones punitivas y de control, lo que significa priorizar, no sustituir; de ahí que la idea de transición deba significar que la balanza se incline hacia los derechos de las personas en detrimento de las potestades punitivas en suficiente equilibrio y siempre en progresividad.
La intervención punitiva, siempre necesaria, debe significar la mínima y necesaria intervención “…la pena cualquiera que sea la forma en la que se le justifique y circunscriba, es en efecto una segunda violencia que se añade al delito y que está programada y puesta en acto por una colectividad organizada contra un individuo”, como afirma Ferrajoli (1995, p. 21); un sensato reparto del dolor, como lo parafrasea Nils Christie ante la inercia expansionista del derecho penal y de las instituciones carcelarias. El mensaje -afirma- debe ser de oposición a este desarrollo:
Hay buenas razones detrás de los intentos de contraatacar la presente expansión de la institución penal. …pero esta posición no debe ser llevada al absurdo. Hay, incluso en la mejor de las sociedades, situaciones donde los valores generalmente aceptados se ven amenazados. Hay situaciones donde aquellos que los amenazan no quieren renunciar a sus intentos, o no quieren encontrarse en un proceso de reconciliación con aquellos a quienes han dañado, o donde los ofendidos no quieren encontrarse con los agresores. Para estas situaciones y gente, tenemos la institución del derecho penal como un tesoro de la sociedad (Christie, 2008, p. 158).
El delito es un problema social y debe ser tratado como tal, pero el derecho penal fue concebido para reaccionar y sancionar, no para prevenir ni resolver; el discurso prevencionista y represivo desde lo punitivo se agota ante una realidad compleja de asfixiante conflictividad; las intervenciones sociales -como las denomina Bergalli- pueden ser idóneas en la atención del problema social delito; la inercia del paradigma punitivo de defensa social centró todas las expectativas de atención, prevención y reacción al delito en el derecho penal como la única apuesta posible, sin considerar, ni permitir, alternativas menos lesivas; el propio Ferrajoli afirma: “…desde luego, no que el derecho penal sea el único medio, ni tampoco el más importante, para prevenir los delitos y reducir la violencia arbitraria” (Ferrajoli, 1995, p. 343).
Las intervenciones sociales diferentes a la restricción y represión de derechos, en tanto que verdaderas alternativas, deben expandirse y tomar fuerza en la legislación y en las políticas públicas de la criminalidad, alternativas centradas en la garantía de derechos para las personas involucradas en y frente al sistema penal y priorizando su concreción, más que en la sanción, el castigo y la utilidad pública. Ello debe suponer que el hilo conductor sea la consecución de derechos para las personas involucradas hasta su completa reinserción social, lo que implica no cosificarlas, ni pretender que se adapten a los estándares sociales y culturales hegemónicamente definidos, sino habilitarles para ejercer derechos bajo aquellos presupuestos culturales y legales.
Reinsertar socialmente a personas imputadas y sentenciadas, pero también a víctimas de todas las modalidades, implica hacer posible que reconstruyan su proyecto de vida o construyan uno nuevo; debe significar, poder ejercer sus derechos como el resto de las personas, sin desventajas ni discriminaciones. Ello implica exaltar la obligación del Estado en la protección, promoción, respeto y garantía[26] de los derechos de las personas a las que alcanza.
Garantizar derechos para las personas involucradas traerá sentencias justas y resoluciones que ayuden a alcanzar la reinserción social y coadyuvará en la prevención delictiva y en la reparación integral del daño. En este sentido, la atención integral para las personas involucradas en y frente a la justicia penal, sin prejuicios ni venganzas, habilitará para el ejercicio de derechos; la sanción para las personas responsables es parte de una reparación integral para la víctima, pero la ejecución de una sanción -generalmente de privación de la libertad- en cuanto tal, no puede ser ni venganza ni castigo, solo una consecuencia que responsabiliza y habilita para el ejercicio de derechos, para el empoderamiento de las personas, haciéndolas resilientes a las discriminaciones.
Las sanciones, en el sentido descrito, deben ser mecanismos idóneos para habilitar en el ejercicio de libertades y demás derechos, para reinsertar más que neutralizar, intimidar, castigar o readaptar; de ahí las bondades de los mecanismos alternativos, que priorizan el goce y ejercicio de derechos.
La justicia terapéutica, cuyo objetivo fundamental pretende evitar o minimizar el daño y lograr el bienestar de las personas involucradas, se erige como un mecanismo alternativo compatible -y, por tanto, idóneo- con las expectativas de una justicia democrática de reinserción social y respeto de su dignidad. Una fórmula de reacción al delito, alejada de las variables coercitivas de pretensiones represivas e idónea y compatible con las variables restitutivas de derechos.
Los modelos compositivos por su parte, en tanto que alternativas, han exaltado la reparación de las personas víctimas de los delitos o del abuso de poder, como presupuesto de su consecución, pero ello nunca puede menoscabar los derechos de las personas responsables, en tanto que los derechos de unas no deben significar el detrimento de los de las otras, ya que los derechos son para ejercerse -y exigirse- frente al sistema penal y no entre ellas. En el mismo sentido, cualquier otro mecanismo alterno, ya sea compositivo o restitutivo, debe priorizar el equilibrio en el goce de derechos, tanto para personas imputadas o sentenciadas como para víctimas; derechos para unas no debe significar el detrimento de los derechos de las otras, sino abonar su respectiva reinserción social.
Cualquiera que sea la modalidad de los mecanismos que abonen el cumplimiento de la obligación de garantía de ejercicio de derechos para las personas involucradas en y frente a la justicia penal debe tener como presupuesto el respeto, la protección y la promoción de su dignidad, debe evitar su cosificación y, con ello, habilitar para el ejercicio de sus derechos, no sólo de acceso a la justicia sino, también, para el cúmulo de sus derechos, y contribuir a su proyecto de vida.
En este sentido, los modelos terapéuticos, como la justicia terapéutica, resultan idóneos en la intención de habilitar para el ejercicio de derechos y la construcción del proyecto de vida para las personas que han sido responsabilizadas por la comisión delictiva y tienen derecho a reinsertarse. El modelo debe implicar el respeto absoluto de su dignidad, considerar su condición de persona autónoma y de libre determinación; debe dispensar una atención integral, de perspectiva biopsicosocial, especializada y diferenciada, tal y como lo exigen los estándares internacionales. Es necesario entender la cosmovisión de la persona involucrada, por lo que es indispensable escucharla y respetar el ejercicio de su libertad de decidir respecto de su proyecto de vida; pero el hilo es muy delgado y la tentación de decidir sobre lo que es mejor para ellas está siempre latente; por ello, el respeto de su derecho a decidir debe ser el irreductible de todo modelo terapéutico
El modelo de Justicia terapéutica es, en este sentido, una alternativa viable que abona a la construcción de un paradigma punitivo respetuoso con la dignidad de las personas a las que alcanza, una fórmula idónea, por tanto, de reaccionar al delito.
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* Universidad Autónoma de Tlaxcala, México. Correspondencia: zamoragrant@prodigy.net.mx
Recibido: 20-05-2021 Aceptado: 5-09-2021
[1] “Sería la influencia del pensamiento positivista de Augusto Comte, hacia mitad del siglo XIX, la que determinaría el arraigo de la ideología de la defensa social, recrudeciendo la reacción punitiva y por lo tanto el control. El positivismo brindó al intervencionismo su legitimación, ya que la ciencia (positiva) fundamentaba el orden, la disciplina, lo organizado” (Bustos-Ramírez, 1983a, pp. 16 -17).
[2] El Sistema penal, siguiendo a Roberto Bergalli, es el complejo de momentos e instancias de aplicación del poder punitivo estatal -surgido al amparo del Estado moderno- encargadas de la determinación de la punibilidad, de la fijación de las consecuencias punitivas y de la descripción de las formas en que se concreta tal intervención punitiva. Para el autor, “…el sistema penal está configurado, entonces, mediante procesos de creación de un ordenamiento jurídico específico, constituido por leyes de fondo (penales) y de forma (procesales). Pero, asimismo, deben necesariamente existir unas instancias de aplicación de ese aparato legislativo, con la misión de concretar en situaciones, comportamientos y actores cuándo se comete el delito y cómo este se controla” (Bergalli, 1996, p. VIII).
[3] “El delito no tiene realidad ontológica. El delito no es el objeto sino el producto de la política criminal. La criminalización es uno de los muchos modos de construir realidad social” (Hulsman, citado por Zaitch y Sagarduy, 1992, p.33).
[4] “…el delito está focalizado tanto geográfica como socialmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad. …tanto los delitos de la clase trabajadora como los de cuello blanco ocurren contra las personas más vulnerables económica y socialmente. El delito es un símbolo poderoso de la naturaleza antisocial del capitalismo” (de Haan, citado por Zaitch y Sagarduy, 1992, p. 40).
[5] “…y desde luego, no que el derecho penal sea el único medio, ni tampoco el más importante, para prevenir los delitos y reducir la violencia arbitraria”. (Ferrajoli, 1995, p. 343).
[6] Para Ferrajoli (1995), la reacción punitiva previene, además del delito, otro mal mayor que es la reacción “informal, salvaje, espontánea, arbitraria, punitiva pero no penal”; afirma: “…la pena no sirve sólo para prevenir los injustos delitos, sino también los castigos injustos; que no tutela sólo a la persona ofendida por el delito, sino también al delincuente frente a las reacciones públicas y privadas” (p. 332).
[7] “Hoy sabemos que la realidad operativa de nuestros sistemas penales jamás podrá adecuarse a la planificación del discurso jurídico penal”. “…la falsedad del discurso jurídico-penal alcanza tal magnitud de evidencia, que éste se derrumba desconcertando al penalismo de la región” (Zaffaroni, 1998, p. 19).
[8] Que en México documenta el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) a partir del 2012, a través de la Encuesta Nacional sobre Victimización y Percepción sobre la Seguridad Pública (ENVIPE); desde entonces, la cifra negra oscila entre el 92.1 y 93.8%, y qué decir de la impunidad respecto de los delitos que sí se conocen, que oscila entre el 90 y el 99%, dependiendo la entidad federativa de que se trate.
[9] Se recomienda la lectura de las obras: Los fines de la pena, de Serafín Ortiz, editado por el Instituto de capacitación de la Procuraduría General de la República, México 1992, pp. 156 y ss; y en, La cárcel en el sistema penal de Iñaki Rivera Beiras de editorial J. M. Bosch, Barcelona 1995, pp. 156 y ss.
[10] En la enseñanza del derecho penal se suele aludir al derecho penal de acto como propio de la Escuela clásica -en el iluminismo clásico- y al derecho penal de autor como propio de la Escuela positiva -de la influencia del positivismo hacia la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX- y como modelos antagónicos, que sin duda y en buena medida lo son; pero poco se reflexiona sobre lo que ambos modelos punitivos tienen en común: la defensa social. Tanto inercias retribucionistas como utilitaristas están presentes en ambos modelos, con la finalidad de exaltar a la sociedad y a la colectividad como un bien mayor que derivaría en el argumento de colectividad nacional en su conjunto indivisible, “según la fórmula… la utilidad colectiva tiene preminencia sobre la utilidad individual” en el que se fundamentaron los estados totalitarios como en la Italia fascista y en la Alemania nacional socialista. Así lo afirma Paolo Biscaretti di Ruffìa (2000, p. 135), cuando aborda el tema de las formas de Estado de la época moderna.
[11] “…tanto la escuela clásica como la escuela positiva realizan un modelo de ciencia penal integrada, es decir, un modelo en el que la ciencia jurídica y la concepción general del hombre y de la sociedad se hallan estrechamente ligadas. Aun cuando sus respectivas concepciones del hombre y de la sociedad sean profundamente diversas, en ambos casos nos hallamos, salvo excepciones, en presencia de la afirmación de una ideología de la defensa social como nudo teórico y político fundamental del sistema científico” (Baratta, 2004, pp 36-37).
[12] Hasta la reforma de la constitución en materia judicial penal que adoptó el modelo procesal de corte acusatorio, propio del Garantismo penal, pero que tuvo un período de transición de 8 años, hasta su total vigencia en 2016.
[13] Una visión crítica de esta inercia -y por su puesto del derecho y del derecho penal como su brazo de más fuerza- observa al derecho como un instrumento parcial utilizado a favor de las clases hegemónicas y en detrimento de quienes atentan contra su estabilidad. La influencia de los planteamientos marxistas en la revisión crítica de la criminología ha sido muestra y claro ejemplo de un derecho de clases y, por lo tanto, de la determinación de lo que es criminal por parte de las clases en el poder (Bustos-Ramírez, 1983ª, p. 46).
[14] Uno de los puntos débiles del positivismo y, por ende, el que más críticas motivó a la obra de Comte, fue el fundamentar la explicación causal de los fenómenos sociales en leyes invariables de naturaleza; se trataría del dogma de la causalidad. “…toda la cosmogonía planteada por el positivismo resultaba ser nuevamente una metafísica, tan denigrada por él, justamente porque se partía de un absoluto y con ello necesariamente de dogmas…”. (Bustos-Ramírez 1983a, p. 34).
[15] Forma en que se identifica al gobierno de Porfirio Díaz en México; este duró más de 3 décadas (1876 - 1911), período que es un claro ejemplo de la influencia del positivismo en aquella época y en el que la disciplina y la represión fueron el camino hacia un pretendido y mal logrado progreso económico; la desigualdad e injusticia social serían característica evidente de aquel periodo.
[16] “las sociedades modernas… están orientadas al cambio; lo que significa, no solamente que están cambiando, sino también que quieren cambiar”. En este sentido, Friedman, citado por Cotterrell (1991, pp. 53 y ss.) cuando este último aborda la compleja problemática de si el derecho puede promover o configurar el cambio social al ser hoy día un instrumento más técnico y cada vez más alejado de las raíces y de las costumbres.
[17] En este sentido, diversos autores (Wright Mills, La imaginación sociológica, 1993; Anthony Giddens, Las consecuencias de la modernidad, 1993; Emilio Lamo de Espinoza, La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento sociológico, 1990; A. Touraine, Crítica a la modernidad, 1993; entre otros).
[18] “Los simples títulos de las leyes son reveladores; la prevención de la descendencia con enfermedades hereditarias, la protección del pueblo y del Estado, la mejora de delincuentes habituales y peligrosos, los infractores potenciales, la exclusión de los judíos de alguna actividad, la protección de la sangre y el honor alemanes, la protección de la salud hereditaria del pueblo alemán, hasta la ley sobre el tratamiento de extraños a la comunidad (Lefranc, 2009, p. 236).
[19] Uno de ellos, el interaccionismo simbólico, nombre asignado a esta línea de investigación de la sociología que fue acuñado por Herbert Blummer en 1938 (Joas, 2009, p. 114).
[20] Cuando las potestades punitivas se exacerban, siempre será en detrimento de los derechos de las personas; pero cuando los derechos de las personas aumentan, las potestades públicas se limitan. Se trata de una ecuación inversamente proporcional en la que la medida en que las potestades punitivas aumentan se establece la medida en la que los derechos de las personas disminuyen y viceversa.
[21] Pero se olvida que seguridad del Estado y seguridad del individuo son términos indisolublemente ligados: la mayor seguridad del Estado trae la menor del individuo, pero, a su vez, la anulación de la seguridad del individuo trae inevitablemente la inseguridad del Estado, pues surgen las luchas por la racionalidad y las libertades (Bustos-Ramírez, 1983b, p. 12).
[22] Suele asociarse la categoría progresividad con el alcance de derechos económicos, principalmente, pero progresividad, cuando se trata del quehacer punitivo, debe significar no regresión en la consagración de derechos para las personas que entran en contacto con las instancias del sistema penal. “Los derechos pueden aumentar, pero no disminuir” (Mancilla, 2015, p.95).
[23] “La cultura de la emergencia y la práctica de la excepción, incluso antes de las transformaciones legislativas, son responsables de una involución de nuestro ordenamiento punitivo que se ha expresado en la reedición, con ropas modernizadas, de viejos esquemas sustancialistas propios de la tradición penal premoderna, además de la recepción de la actividad judicial de técnicas inquisitivas y de métodos de intervención que son típicos de la actividad de policía” (Ferrajoli, 1995, p. 807).
[24] “La programación normativa se basa en una realidad que no existe y el conjunto de agencias que debieran llevar a cabo esa programación opera en forma completamente diferente. … nos hallamos frente a un discurso que se desarma al más leve roce con la realidad” (Zaffaroni, 1998, p. 16).
[25] “Hoy sabemos que la realidad operativa de nuestros sistemas penales jamás podrá? adecuarse a la planificación del discurso juri?dico-penal, que todos los sistemas penales presentan características estructurales propias de su ejercicio de poder que cancelan el discurso juri?dico-penal y que, por ser rasgos de su esencia, no podrán ser suprimidos sin suprimir los sistemas penales mismos. La selectividad, la reproducción de la violencia, el condicionamiento de mayores conductas lesivas, la corrupción institucional, la concentración de poder, la verticalización social y la destrucción de las relaciones horizontales o comunitarias, no son características coyunturales, sino estructurales del ejercicio de poder de todos los sistemas penales” (Zaffaroni, 1998, p.19).
[26] Así lo prevé en México el párrafo tercero del art. primero de su Constitución política.