Doctrina
Título:A "las michinelas", mis eternas cuidadoras: Las edades de Cristina o Cómo declinar en primera persona la ética del cuidado
Autor:Caruncho Michinel, Cristina
País:
España
Publicación:Revista Iberoamericana de Justicia Terapéutica - Número 4 - Marzo 2022
Fecha:17-03-2022 Cita:IJ-II-DCCXVIII-187
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La Modernidad, liberal e ilustrada, supuso para la humanidad un avance hacia el progreso que irradia hacia nuestros días. El entronamiento conocimiento/razón, los principios éticos de libertad e igualdad, el imperio de la ley, etc. son legados irrenunciables. No obstante, hay también una “herencia envenenada” protagonizada por la radical separación público/ privado. La primera, protagonizada por los hombres que en pie de igualdad contratan entre sí acuerdos políticos que salvaguardan la seguridad y el orden, a la vez que ejercen de productores de riqueza en un mercado libre. La segunda, circunscrita al hogar, se centra en las mujeres reproductoras, que cuidan las crianzas y dan amparo a las condiciones de dependencia y vejez.


Durante la segunda mitad del S.XX las mujeres protagonizan la conquista del espacio público; tanto los movimientos feministas como la teoría crítico/feminista capitanean esta lucha y fundamentan su legitimidad. Queda como tarea pendiente reorganizar el espacio privado a través de la corresponsabilidad (hombre-mujer) al entender que el cuidado es un deber inexorable que nos compete a todos/as.
El siglo XXI nos trae en sus dos primeras décadas cambios muy profundos que afectan al tejido social, destacándose entre ellas la revolución tecnológico-comunicativa y la globalización económica. La cara positiva de este proceso son el empoderamiento ciudadano, la ayuda aportada por el cuidado profesional que libera a la mujer burguesa, las cotas de libertad individual, etc. A cambio, en el reverso negativo, se ocultan las “miserias”, como la expulsión de grandes capas poblacionales del derecho a un cuidado digno y el retorno a la separación radical entre público y privado.


Toca de nuevo denunciar estos hechos y readiestrar la mirada con el objetivo de reconocer la vulnerabilidad humana y garantizar el cuidado.


Palabras Claves: Ética del cuidado, ética de la justicia, esfera pública, vulnerabilidad, interdependencia.


To “the michinelas”, my eternal caregivers: Cristina's ages or How to decline the ethics of care in the first person


Modernity, liberal and enlightened, meant for humanity an advance towards progress that radiates into our days. The enthronement of knowledge/reason, the ethical principles of freedom and equality, the rule of law, etc... are inalienable legacies. However, there is also a "poisoned inheritance" characterized by the radical public/private separation. The first, led by men who, on an equal footing, enter into political agreements with each other to safeguard security and order, while at the same time acting as producers of wealth in a free market. The second, circumscribed to the home, focuses on reproductive women, who take care of their offspring and protect the conditions of dependency and old age.


During the second half of the 20th century, women lead the conquest of public space; both feminist movements and critical/feminist theory lead this struggle and base its legitimacy. Reorganizing the private space through co-responsibility (man-woman) remains as a pending task, understanding that care is an inexorable duty that falls to all of us.
The 21st century brings us in its first two decades very profound changes that affect the social fabric, standing out among them the technological-communicative revolution and economic globalization. The positive side of this process is citizen empowerment, the help provided by professional care that frees bourgeois women, the levels of individual freedom, etc... On the other hand, on the negative side, the "miseries" are hidden: the expulsion of large population layers from the right to decent care and the return to the radical separation between public and private, among others.
It is time again to denounce these facts and retrain the gaze with the aim of recognizing human vulnerability and guaranteeing care.


Keywords: Ethics of care, ethic of justice, public sphere, vulnerability, interdependence.


I. Introducción
II. Años 60 y 70. El tardofranquismo
III. Años 80. Universidad y mundo académico. Entre la libertad (J. S. Mill) y la igualdad (Teoría crítico-feminista)
IV. Años 90. Entre la justicia (Kölhberg) y el cuidado (Gilligan)
V. Primera década del 2000. Iniciando el siglo XXI. Retos para una ética de la acción comunicativa
VI. Los 2010. Ética de la salud y gestión de la complejidad
VII. Año 2020/21. La pandemia mundial de la COVID-19
Referencias
Notas

A “las michinelas”, mis eternas cuidadoras[1]:

Las edades de Cristina o Cómo declinar en primera persona la ética del cuidado

Cristina Caruncho Michinel*

I. Introducción [arriba] 

En estas páginas intentaré afrontar, desde un discurso fragmentario basado en mi memoria y mi experiencia vital, algunos de los retos que supone una ética del cuidado. Soy consciente de que la parcialidad y subjetividad del relato le otorga fragilidad; a la vez estoy plenamente convencida de que todas y cada una de nuestras historias son lo que dan sentido a la Historia de la humanidad.

A modo de propuesta inicial abordo, situándome en el corazón de los años sesenta y la década de los setenta (en referencia directa a mi niñez), la implicación directa entre la socialización en la infancia y el aprendizaje de la práctica del cuidado. Obviamente, la ubicación en un entorno rural y en una familia de clase trabajadora condiciona el relato, si bien la clave de interpretación que narro parte de haber vivido la experiencia en cuerpo de mujer.

Luego traslado, el peso de la narración durante las décadas de los años ochenta y noventa del siglo XX hacia la conquista del espacio público. Haré uso de mi historia de vida, coincidiendo con mis años de universidad e incorporación al trabajo productivo, para evidenciar los avances –en términos de derechos, libertad y autonomía– a los que accedimos las mujeres españolas recién conquistada la democracia en nuestro país.

Echaré mano de mis estudios, enfocados a profundizar en los fundamentos ético/políticos de la sociedad moderna y contemporánea, para entender cómo la adscripción de derechos al sujeto/ciudadano se hizo en base a un modelo de persona, libre, autónoma y racional, que contrata con sus iguales, diseñándose sobre este andamiaje un modelo de justicia social. Al pensamiento feminista le debo desvelar la “falsa universalización” que encierra este relato de modernidad; el precio es la exclusión de los “diferentes” y muy en particular de las mujeres, acallándose su voz y aislando su particular modo de estar en el en mundo en el ámbito de lo íntimo y doméstico. El abandono del mundo del hogar en pos de la conquista del espacio público que logro la mujer burguesa en el mundo occidental supuso abrazar un mundo pensado por y para ellos; para algunas eso solo cabía nombrarlo como un proceso de “de-generación”.

Con el fin de no perder lo conquistado al alcanzar la libertad de la esfera pública y a la vez rescatar del olvido los valores de vida buena en los que habíamos sido socializadas, la exigencia de una ética del cuidado toma particular protagonismo. Un modelo de ética del cuidado que facilite un tránsito circular entre lo público y lo privado.

Esta propuesta, no obstante, debe reordenarse ante los nuevos retos del siglo XXI. Aprovechando de nuevo mi mochila vital, abordo dos cuestiones, que, si bien son centrales, no son únicas ni mucho menos: el mundo de la comunicación global y los medios, por una parte, y la salud y el envejecimiento de la población, por otra (haciendo un apunte particular con la cuestión de la COVID-19).

II. Años 60 y 70. El tardofranquismo [arriba] 

Nací hacia mediados de los años sesenta en un pueblo de nombre Cée situado al noroeste gallego. Mi llegada al mundo me llevó a aterrizar en una gran familia (en número de miembros y en grado de acogida). El hogar familiar lo componían mis padres Héctor y Cristina, él funcionario público y ella ama de casa, mi hermano mayor, que tan solo me lleva 11 meses y mis tías Quela, Tita, con su hija “Morin” y Puri, a la que años después se uniría Carmiña, por aquel entonces emigrante en Argentina; tres de ellas eran solteras y una viuda con tres hijos (los dos mayores ya no vivían en casa cuando yo nací y la pequeña marcharía tras casarse cuando yo tenía seis años).

No me faltó pues en mi más tierna infancia ni el cuidado, cariño y mimo a raudales ni la transmisión con cuádruple altavoz de lo que serían las pautas que encauzan la formación de las mujeres dentro del modelo nacional-católico propio del régimen franquista. La acción de “las michinelas” unida al sentir común del pueblo, las tardes de catecismo, la misa de domingos y la escuela a diario me permitieron interiorizar un modelo cultural propio de lo femenino y dotado de “singulares virtudes”: destaca entre los mantras heredados el sempiterno “mundo del hogar”, lo domestico, espacio propio y protegido, cuna del recato, siendo así testigo de que mi hogar solo se vaciaba de mujeres al atardecer para ir a misa o por la mañana para visitar el mercado y hacer la compra. En todo caso, recuerdo escuchar a mi madrina Quela mil veces la coletilla de “¡¿para que querrán salir?!, una mujer decente y limpia en su casa nunca se aburre, siempre tiene tareas pendientes” y es que la división sexual) del trabajo no era si no, otra de las máximas de la época(Girona, 2005); en mi ejemplar formación puedo presumir de no solo haber aprendido a limpiar y cocinar sino, también, a coser, crochetar, calcetar, bordar e, incluso, a palillar, y, como no, a cuidar, en el sentido más completo del término: acoger, acompañar, satisfacer todas las necesidades, con dulzura, paciencia, alegría, abnegación y amor infinito. Yo recibía de todo ello a raudales, como la princesita de casa que era, pero a la vez se esperaba que respondiese con esas virtudes a la hora de relacionarme con los otros, fundamentalmente con mi padre y con hermano.

Todo lo escrito de poco servía si no iba acompañado de la “protección de la honra”; llegar virgen al matrimonio era condición sine qua non para conseguir estar bien posicionada en este mercado. La pérdida de la virtud suponía una minusvalía y un lastre para la mujer en el mercado matrimonial, máxime si esta era pobre. Como relata Emilia Pardo Bazán, cuanto más pobre más necesitada de honra pues era el único capital que podían aportar a su desesperada carrera hacia el matrimonio. Para este particular las madres transmisoras en la intimidad de los hogares de estas consignas contaban con una aliada sin igual: la Iglesia Católica, cuyo vértice moral se centraba (casi de modo obsesivo) en la moral sexual, santo y seña de la defensa a ultranza de la honra femenina. Se sumaron a tan edificante tarea una especie de “monjas seglares” agrupadas bajo una institución muy afín al régimen y de corte claramente sectaria denominada “sección femenina”, cuya alma mater no era sino Doña Pilar Franco, hermana del dictador.

Y así, una a una y todas juntas éramos invitadas a participar de aquella patria “La España: una, grande y libre”, considerándonos como mujeres que éramos desde el día de nuestro nacimiento, fundamento y piedra angular de la familia, donde nuestra natural debilidad y tendencia al sometimiento se veía protegida y recompensada con el matrimonio y la maternidad (González, 2009), y es que en la Sección Femenina debió haber sido libro de cabecera el Emilio de Rousseau escrito dos siglos antes, en 1762.

Aprendí, así, que cuidar se conjugaba en femenino y que para dominar este arte era preciso poner en juego todas aquellas virtudes que me habían enseñado; tales virtudes definían los valores morales y la propia naturaleza del género/femenino y sexo/mujer (de aquellas considerado como un bloque compacto determinado de modo genético, fisiológico y psíquico). La paciencia, delicadeza, mimo, silencio, posición subalterna, así como la organización de la casa, la reclusión en el mundo de lo privado y la maternal ternura que todo lo cura, formaron parte de mi infancia y la de mis coetáneas.

En este entorno de “socialización” resultaba inaceptable romper moldes: “los chicos con los chicos”, “las chicas con las chicas”; los juegos evidenciaban estrategias perfectas para la introyección de valores generizados. Las muñecas, las casitas y los adornos para el arreglo personal eran los regalos que se hacían a las niñas; también era habitual jugar a la comba, a la mariola, o las tabas..., juegos que habitualmente se acompañaban de canciones que fortalecían y reproducían los roles de género. A su vez, los cuentos para niñas (ejemplo: los cuentos de Andersen), los programas infantiles de la televisión, las lecturas recomendadas desde la escuela y los libros de texto estaban plagados de ejemplos “ampliamente edificantes”[2]. El conocido años después como “curriculum oculto” impregnó de valores sexistas/patriarcales y fascistas nuestras escuelas[3].

El refuerzo necesario culminaba con la sesión semanal de catecismo parroquial[4] y la impartición de la asignatura de religión católica presente de modo obligatorio en el curriculum oficial de la escuela, del bachillerato e, incluso, durante un tiempo en la universidad también.

Cuando los infantes eran varones el juego estrella era el futbol (practicarlo, verlo y ser de un equipo era el rito iniciático en el universo masculino); a este se sumaban otros juegos que se sustentaban fundamentalmente, en la rapidez, la fuerza y la valentía. Los juguetes, además del consabido balón y otros complementos para practicar deporte, se diversificaban hacia la construcción, los puzles, juegos de guerra y la lectura de comics.

En definitiva, la España nacional-católica, aunque con su peculiar estilo y en fusión perfecta con la religión, nos llevó a las mujeres de la época a involucionar hacia el modelo liberal decimonónico. El estado español mostraba un anacrónico inmovilismo en su defensa a ultranza de un orden patriarcal; eso sí, por mucho que se promoviese tal involución, habíamos superado ya la primera mitad del siglo XX, transitado por una segunda república tan breve como aperturista, y, además, había llegado a partir de los años 50 un cierto aire de cambio que afectaba a la evolución del mercado laboral por mor de la industrialización. Ello supuso también la desertización de lo rural en el inicio de un éxodo, que ya sería imparable, hacia las grandes ciudades o a las no tan grandes ciudades de provincias que se rodearon de los conocidos como “cinturones industriales”.

El régimen franquista supo ver aproximadamente hacia la mitad de su recorrido histórico (mediados de la década de los años cincuenta y principios de los sesenta) la necesidad de promover, al menos, una aparente adecuación a esos cambios que se estaban produciendo. En este pulso entre inmovilismo y cambio se fraguaron importantes contradicciones, entre ellas destacar para lo que aquí nos importa: la defensa del derecho de la mujer a recibir educación al mismo tiempo que se limitaba al máximo su presencia en el ámbito público.

Ese derecho a la educación[5] nos cambió la vida a muchas niñas. Niñas que habíamos recibido un curso intenso de ética del cuidado y éramos ya especialistas en estar pendientes del otro: de percibir, vivir, y sentir todos y cada uno de los detalles concretos; la responsabilidad formaba parte de nuestro ADN, siempre dispuestas a ayudar y sintiendo culpa ante la más mínima debilidad egoísta. Nuestro mundo era en relación, formando parte de una comunidad y de un contexto; yo era y nunca he dejado de ser “una michinela”, si bien todo ello no fue suficiente para acallar mi naturaleza rebelde, la de la niña que protestaba si se le asignaban tareas diferentes de las de su hermano sin entender el porqué, la que cogía y se ponía los pantalones de su hermano mayor y rechazaba las faldas por incómodas y frías, la que prefería juegos de actividad y destreza a delicados e imaginativos, la que, a pesar de pasar el tiempo de su infancia entre costuras, aspiraba a ocupar un despacho en una institución pública “como mi papá” (yo también era una “caruncho”). Creo que desde pequeña luché por ocupar una habitación con más vistas.

III. Años 80. Universidad y mundo académico. Entre la libertad (J. S. Mill) y la igualdad (Teoría crítico-feminista) [arriba] 

En el año 75 y tras la muerte de Franco se inicia en España el camino que permitiría transitar hacia un país pacífico, libre y democrático. La transición, que afectó de pleno a todo el orden institucional y que exigió un esfuerzo solidario de las distintas facciones sociales, afectó también a las vidas individuales; las circunstancias particulares de cada quién se lo hicieron sentir en mayor o menor grado.

Cuando esa naciente democracia comenzaba a andar y se relajaba el ánimo de quienes seguían sospechando y viendo en la sombra el particular cainismo de los españoles, se produce el 23 de febrero de 1981 un serio intento de golpe de Estado. Este acontecimiento estuvo próximo a triunfar y erradicar de un plumazo todas nuestras esperanzas; no fue así y quiero pensar que habíamos llegado a nuestra mayoría de edad no habiendo posibilidad de vuelta atrás.

En septiembre de ese mismo año, justo el día 23 cumplía la mayoría de edad y comenzaba mi éxodo de lo rural a la ciudad, de Cée a Santiago de Compostela para iniciar la inmensa aventura de haber llegado a la universidad. La adolescencia solía ser el momento en el que una gran mayoría abandonaba los estudios (este abandono era masivo por parte de las mujeres, aunque también afectaba a los chicos en menor manera). El llegar al COU (Curso de Orientación Universitaria, actual 2º de bachillerato) era ya toda una aventura en el mundo del conocimiento. La Universidad se reservaba para unos cuantos, de los que formaban parte quienes podían disfrutar de familias en buena posición económica o alumnado particularmente brillante que podía sufragar los altos gastos de esos estudios gracias a becas; en todo caso, una inmensa minoría en el CEE de 1980. Entre esos pocos tuvimos la fortuna de encontrarnos mi hermano Héctor y yo, cumpliendo nuestro sueño y el de nuestros mayores.

A mí, el reto se me hizo inmenso, aunque no por la parte académica, que me resultó grata y asumible, ni tampoco por afrontar desde la autonomía la organización del nuevo hogar (limpieza, comida, administración doméstica), esas destrezas nos eran propias a mí y a las hermanas Fraga Casáis, con las que compartía la casa y una gran amistad heredada del intenso afecto que unía a su madre Enriqueta con Cristina, mi mamá. Lo complicado era deshacerse del pelo de la dehesa, no solo por tener conductas claramente pueblerinas (que seguro que también) sino por encontrarnos en un entorno que se caracterizaba por travestir el orden moral recibido. En Cée había llevado una vida muy centrada en casa, en el hogar, en juegos femeninos y la compañía de otras niñas, amigas de toda la vida (como Merceditas Sánchez mi mejor amiga desde el día que nací hasta hoy). En Santiago, la mayoría de las horas las vivía en espacios universitarios (aula, biblioteca, cafetería) y, aunque yo tuve la suerte de estudiar en la facultad de filosofía (un espacio llamémosle anacrónico), conocí muy de cerca la competitividad desmedida, la deslealtad, el todo vale y el individualismo puro y duro que imperaba en las aulas de, pongamos como ejemplo, derecho o medicina. El espacio extracurricular abarcaba una intensa actividad cultural muy llena de peso y reivindicaciones políticas, área en la que yo me impliqué de pleno, pero también se extendía al mundo de la noche y la movida (que viví de modo bastante tangencial) y que era visto por mí, en inversión directa de todos los valores aprendidos en mi niñez, como el templo de Sodoma y Gomorra.

Este camino que describo lo hice estudiando una carrera que me apasionó y me apasiona treinta años después: Filosofía. Estos estudios, junto con mis nuevas vivencias cotidianas, iban a ser clave para “readiestrar mi mirada” en mi nuevo contexto vital. En las aulas, profesores/as se afanaban por motivarnos para el sapere aude. Mi tiempo fuera de las aulas corría casi siempre con un libro en las manos; leía sin descanso y los resultados académicos recompensaban ese esfuerzo, que era a la vez vocación, y acentuaban mi tendencia natural a estimular el pensamiento crítico y orientarlo hacía el ámbito político-social: era y sigo siendo una apasionada defensora de la justicia. Los últimos años de mi carrera había decidido inclinarme hacia el mundo de la ética (en cuyo departamento comencé a trabajar a partir del tercer curso al haber obtenido una beca de colaboración), siendo esta elección de dedicarme a la ética y hacerlo en un departamento universitario lo que determinó mi futuro. Tras mis estudios de licenciatura y de la mano de la catedrática de ética Esperanza Guisan Seijas, quien dirigió mi tesina y mi tesis doctoral, me forme para la profesión que ejerzo desde hace más de 30 años. Pero, además, tuve la fortuna de unirme a un grupo de gente de ese departamento que, bajo la dirección de la profesora María Xosé Agra, participó en un seminario sobre estudios feministas. Desde ese momento tanto el feminismo como la persona de María Xosé Agra se han convertido en parte de mí: la “Agra” por maestra y amiga (inmensa en ambas facetas) y el feminismo porque me permitió “adiestrar la mirada”.

En definitiva, las áreas de ética y filosofía política y la perspectiva feminista me habían conquistado al final de mi licenciatura. Claramente inducida por Esperanza Guisan, emprendí la tarea de estudiar en profundidad el pensamiento de J. S. Mill, objeto/sujeto de mis estudios doctorales. J. S. Mill, tardo mucho en seducirme, aunque llegó a hacerlo. Su propuesta ética era amable, casi indolora, en contraste con el férreo modelo deontológico que suponía el modelo deontológico kantiano.

Ciertamente, J. S. Mill[6] triunfó como reformista en el ámbito de la politología; su reformismo político hace causa común con el modelo liberal basado en la defensa de la libertad y lo articuló con la propuesta de un modelo democrático representativo de tipo censitario. Sin embargo, como teórico de la ética, convenció poco con su fórmula de la “búsqueda de la felicidad –satisfaciendo el placer y evitando el dolor–”, propuesta que descansa sobre la visión de un hombre egoísta y racional, capaz de calcular las consecuencias de sus acciones en la satisfacción de sus intereses. Si bien J. S. Mill incluyó en su propuesta la necesidad de “armonizar el interés de todos los afectados”, siendo su fórmula ética la de promover “la mayor felicidad del mayor número”, la sospecha recaía sobre la posible falta de empatía de ese ser egoísta y racional que, si bien se afanaba en potenciar la satisfacción de sus intereses, no tenía por qué incluir en sus cálculos los intereses de los demás; J. S.Mill no dudó en recurrir al “sentimiento moral”, que, cultivado en su forma de empatía, potenciaría la fusión entre la armonización natural y artificial de intereses.

La identidad de intereses ocurre, según J.S. Mill, de modo “natural” en el espacio doméstico donde el sentimiento de amor hacia el otro concreto modela y reconduce el egoísmo natural del hombre. En la esfera de lo político se recrea este efecto de convergencia de intereses de modo artificial y, quizás, con progreso y educación logremos convocar las voluntades individuales hacia ese bien común de modo natural. En cierto modo, el modelo de cuidado en el que la responsabilidad y la interdependencia acogen el interés de todos y cada uno de los participantes le sirvió a Mill para dar eticidad a un discurso político que, si bien se asentaba en los fundamentos de imparcialidad formal acordados en el origen del Estado Moderno, según los mitos del contractualismo político, dejaba fuera el interés del otro concreto en su contexto vital particular.

Esta necesidad de armonizar también la sentí en mi transitar por el universo de la teoría feminista. Como ya dije, si a Mill lo trajo a mi vida la profesora Esperanza Guisán, por esa misma época y de la mano de la profesora María Xosé Agra me inicié en los estudios de género. Comenzaban a ser ya reconocidas algunas filósofas españolas con prestigio académico que se acercaban a estos estudios; amén de la nombrada profesora Agra, en la filosofía se sucedían publicaciones de Celia Amoros, Amelia Valcarcel o Victoria Camps, de notable interés. Sus textos fueron nuestras lecturas en el seminario[7] que María Xosé Agra dirigía los lunes por la tarde en la Facultad de Filosofía de la universidad compostelana. El común denominador entre todas estas pensadoras era su posición feminista encuadrada en el conocido como feminismo de la igualdad. Este afirma que la atopía del sexo femenino, la exclusión del mundo del símbolo y del significado, es una injusticia histórica de la que es posible salir usando los presupuestos epistemológicos de la filosofía occidental, si bien superando la parcialidad con la que estos presupuestos se aplicaron. El problema, en cualquier caso, no estriba en esas categorías sino en el hecho de que no se universalizan, de que no se emplearon de una forma equitativa entre los dos sexos. La solución estriba, pues, en llevar a cabo una política de igualdad, una política de integración y asimilación, una política de periclitación de los géneros que acabe con la asimetría y la jerarquía de los sexos y ponga fin a la consideración del varón como prototipo y de la mujer como desviada.

Además, en estos años y más allá de las aulas y los espacios académicos, el feminismo irrumpió en la calle en un “movimiento social” de gran potencia. Desde los años setenta Europa se convulsionaba con movimientos sociales de una gran capacidad de acción, España se sube a estas acciones en el vagón de cola, pero hacia finales de la década de los 70 y principios de los 80 ya eran muchas las mujeres las que se manifestaban para desafiar los valores de la familia patriarcal y para denunciar que “lo privado también es político”, lo que implica reconocer como social y sistémico lo que antes era percibido como algo aislado e individual

En resumen, las filósofas no creyeron en una imparcialidad que excluye a la mitad de la población y exigieron la universalización de los valores propios de la ética de la justicia. Las mujeres en la calle denunciaron los valores decimonónicos que las ataban al mundo de la familia y lo doméstico, haciendo destino de su anatomía e incardinándola por naturaleza a representar los valores de la ética del cuidado. El camino hacia la igualdad formal estaba siendo cimentado, al menos para las mujeres occidentales, tanto desde la teoría feminista como desde los movimientos feministas. No creo que ninguna mujer quisiera renunciar a ese hito histórico y lo que supuso. Dicho esto, surgieron grupos de mujeres que, sin renunciar a las conquistas conseguidas, fueron capaces de articular ciertas denuncias vinculadas al asalto de la esfera pública por parte de las mujeres y con el alto grado de ambivalencia (que dejó desamparadas fundamentalmente a las mujeres de clase más baja) a la hora de vivir y repensar el espacio de lo doméstico. Hubo parches, ¡que son si no!, las dobles jornadas, las maternidades tardías, por no hablar de las llamadas “malas madres”. La cuestión es que probablemente era necesaria mayor perspectiva y otra/otras miradas para transitar con éxito entre lo privado y lo público.

IV. Años 90. Entre la justicia (Kölhberg) y el cuidado (Gilligan) [arriba] 

Por azares de la vida no pasaron muchos años hasta que ocupé el “otro espacio del aula”, la tarima del profesorado; eso ocurrió a principio de los noventa a caballo entre la Escuela de Magisterio y la Facultad de Humanidades del campus Ourensano. Ocupando esta nueva posición descubrí la otra cara de la universidad. Mientras veía transcurrir la década de los noventa fui superando cada obstáculo preceptivo para alcanzar la meta, tesina, tesis, oposiciones. Fui las más diversas figuras de contratación, becaria “desclasada”, contratada “precaria” y, por fin, funcionaria; como tarea de continuación docente de la asignatura de ética en diversas titulaciones, si bien siempre Magisterio era una de ellas.

Cuando en julio de 1992 defendí mi tesis doctoral pasé a centrar mi esfuerzo en la actividad docente y en preparar el proyecto docente que utilizaría para concursar a la plaza de Titular de Escuela Universitaria, la cual gané en junio de 1993. Inmersa como estaba en el mundo de la “educación”, enseguida atrajo y centró mi atención el tema del desarrollo moral en la infancia, aspecto insoslayable tanto desde el campo de la psicología moral como de la ética cuando se trata de formar en estas destrezas a futuros maestros. De la mano de J. Piaget[8] y L. Kölhberg[9] conocí la teoría “cognoscitivista” en función de la cual se explican las etapas del desarrollo moral que atraviesan los niños durante su crecimiento. Ambos estudian el pensamiento y cómo evoluciona el juicio moral y definen un sistema evolutivo. Piaget organiza este sistema en dos etapas básicas: la de heteronomía moral y la de la autonomía; Kölhberg, por su parte, precisa con mayor detalle el proceso, diferenciando en tres niveles y seis estadios las etapas del crecimiento moral. Los estadios o fases según Kölhberg son iguales para todos los seres humanos y se dan en el mismo orden como estructuras que permiten el paso a etapas posteriores. Estas etapas evolutivas caracterizan el desarrollo de los distintos tipos de razonamiento moral, son cualitativamente distintas entre sí y el paso entre ellas, siendo natural y universal, viene propiciado por la curiosidad por aprender.

La teoría propuesta por Kölhberg logró eclipsar otros modelos explicativos en torno a la formación y maduración de la conciencia moral, convirtiéndose en la teoría paradigmática de la comunidad científica. Sin embargo, y como es obvio, la propuesta conoció detractores e, incluso, desde sus colaboradores surgieron ciertas dudas y desavenencias. Un episodio en este sentido se vivió en el seno del grupo de colaboradores de Kölhberg ante un estudio diseñado por el autor en el año 1980[10]; la interpretación disidente estaba capitaneada por Carol Gilligan (miembro investigador en ese estudio). En los resultados se detectó que las mujeres se sienten más tendentes a valorar las cuestiones morales aferrándose a un contexto moral concreto. Tal razonamiento le pareció a Gilligan una opción válida para superar el relativismo moral, considerando que quienes así contestaban no estaban ya en el nivel convencional sino en el postconvencional, nivel este último que rebautizó como postconvencional contextual.

Esta reformulación de la teoría de Kölhberg provocó un intenso debate que superó el ámbito del discurso psicológico, introduciéndose de pleno en el marco de la teoría ética. De hecho, será Habermas quien respondiese a Gilligan en su obra Conciencia moral y acción comunicativa, considerando que su reinterpretación del formalismo Kölhbergiano suponía haber confundido el problema de la justicia, problema claramente ético, con las cuestiones evaluativas que hacen referencia directa a los problemas de la vida buena, las cuales extralimitan el ámbito de la moralidad.

Quedaba así abierto un debate en el marco de la teoría ética actual entre quienes consideraban adecuado y necesario reducir el ámbito de la moral a un conjunto de principios formales y racionales (en definitiva al problema del juicio moral y al principio de la justicia) y quienes intentaban ampliar esa visión incluyendo dentro del fenómeno moral los conflictos íntimos y domésticos (por decirlo en lenguaje freudiano) y/o los elementos pasionales de la naturaleza humana (como dirían los humenianos), sin desestimar a la vez los aspectos formales y universales.

Desde estos planteamientos revisionistas se acepta que los criterios de imparcialidad y universalidad, en tanto que implican el respeto a la dignidad de todos, la igual consideración de todas las personas –vistas siempre como fines en sí mismos– y el respeto a las normas intersubjetivas, son condiciones necesarias para marcar los límites en el orden de la justificación de los principios morales. Pero, esta condición formal, de demarcación de los límites, no agota el ámbito del fenómeno moral, sino que debe reconocerse que, dentro de los límites fijados, surgen conflictos morales que tienen un contenido determinado (sujeto a un marco contextual) que afecta a los sentimientos y deseos de las personas y que son vividos por un “tú concreto”.

Este “tú concreto” no es neutro, universal; no es el yo autónomo y racional protagonista del discurso moral Kölhbergiano. Su primera encarnadura es su propia corporalidad y nacer en cuerpo de mujer es un “topos” que se expresa con una “voz diferente”. Como altavoces de esa voz funcionaban las mujeres del grupo Diotima de la Universidad de Verona, al que conocí en el invierno del año 96 cuando asistí con mi compañera y amiga Purificación Mayobre[11] a un seminario organizado por Luisa Muraro. Estas investigadoras, sin dejar de valorar los logros conseguidos por la lucha feminista en pos de la igualdad, consideran necesario evidenciar la cara oculta de estos logros, denunciando que las conquistas referidas nos permiten ocupar “a algunas mujeres” el espacio social reservado a los varones, con las categorías y derechos por ellos y para ellos definidos, lo que, en palabras de las teóricas de la diferencia, nos otorgaba una palabra “que quita el sentido de ser mujeres antes que hombres”, nos condena a ser las eternas degeneradas. La cuestión que se plantea es que el sujeto no es neutro universal, ya que la identidad masculina y femenina –aun admitiendo que no sea algo inherente al sexo biológico sino algo aprendido socialmente e introyectado en la psique humana– no es un aditamento superfluo, configurando un modo de ser, de sentir y de pensar que se expresa haciendo uso de una voz diferente. Una voz diferente que se expresa usando un nuevo vocabulario y así con ellas aprendí a hablar de mediación, autoridad circular, responsabilidad de, y con la otra, affidamento, partir de sí, política del hacer, etc. Sin embargo, me costaba ver algo de eso en la Universidad y, si bien seguí cumpliendo los requisitos exigidos para progresar en mi carrera, opositando en el curso 98/99 para cambiar mi categoría de titular por la de catedrática, me costaba vivir ciertas prácticas cotidianas que me hacían pensar que, a pesar de ser ya un número importante las mujeres en la academia (fundamentalmente en las carreras de letras), no habíamos sabido incorporar prácticas de cuidado, responsabilidad mutua, compromiso fraternal y vida buena en la institución.

V. Primera década del 2000. Iniciando el siglo XXI. Retos para una ética de la acción comunicativa [arriba] 

Quizás porque nací bajo el signo zodiacal de libra busco casi siempre equilibrar la balanza: la síntesis, la negociación, el diálogo, la responsabilidad compartida las entiendo como la base de cualquier propuesta ética. En este sentido y refiriéndonos a las cuestiones del debate entre justicia y cuidado, había llegado a este inicio del siglo XXI convencida de la necesidad de articular ambas propuestas entendiendo que según fuese el dilema al que nos enfrentásemos las necesidades de imparcialidad/justicia o cuidado/responsabilidad alcanzarían mayor o menor peso. En mi construcción del discurso ético, la defensa milliana de potenciar a través de la educación el sentimiento moral de las personas a la vez que cultivamos su desarrollo cognitivo no era irreconciliable sino todo lo contrario, con esa mirada detenida en el contexto vital del “otro concreto” defendida por Gilligan. No obstante, con el transcurso del tiempo fui viendo que serían tan vertiginosos los cambios que íbamos a sufrir como organización social que el discurso en clave de lo que aporta la modernidad ilustrada y racional (libertad, igualdad, justicia) y la incorporación de las voces diferentes desde el cuidado mutuo iban a necesitar cierta “reconceptualización”.

Dos “grandes cuestiones”, que como todo en este relato surgen de mi biografía a la vez que la trascienden, servirán de detonante para repensar la articulación del cuidado/justicia en el marco de una sociedad que se define como “la aldea global”.

El cambio de siglo vino acompañado de cambios de particular calado: los españoles (y otros/as conciudadanos/as de 25 países europeos) estrenamos una moneda común que certificaba la unión trasnacional en la Europa Occidental y diluía las fronteras de nuestras naciones. No obstante, ese proceso de ampliación estaría incluido en un movimiento de mucho mayor calado: la globalización, entendida como un proceso económico, tecnológico, político, social y cultural a escala mundial que consiste en la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo. Es un proceso dinámico producido por una sociedad empoderada por el avance espectacular de la tecnología informática. La capacidad de intercomunicación cuasi ilimitada marcaría nuestro devenir; en este sentido, Habermas advierte de que el mundo del siglo XXI no se puede construir al margen de una ética de la acción comunicativa, de una ética dialógica, y añade que pensar con seriedad y deliberar sobre una ética de los medios de comunicación es una de las tareas más importantes y urgentes en una sociedad que quiere serlo de ciudadanos y no de siervos.

Esta cuestión, la de la ética en la comunicación y el mundo de los medios, se iba a convertir en el centro de mi interés profesional allá por el curso 2002/3 cuando dejo de ser docente en el campus de Ourense y me traslado a Pontevedra para hacerme cargo de la asignatura de ética y deontología profesional en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación; esta asignatura la cursaban de modo obligatorio, el alumnado de la titulación de Comunicación audiovisual y el del grado de Publicidad y Relaciones Públicas. La cuestión de la ética en los medios de comunicación se convirtió en piedra angular de mi actividad docente, investigadora y divulgativa. Como docente trasladaba a mis estudiantes la idea de que los medios de comunicación (en su vertiente de servicio público) estaban obligados a promover la justicia, la libertad y la igualdad, máxime en el mundo multicultural y globalizado en el que estábamos viviendo. Esa insistencia en promocionar un hacer justo, me llevo a trabajar problemáticas tales como el tema de la desigualdad comunicativa; mi formación y posición feminista me empujó de lleno hacia el estudio de la cuestión de la violencia de género y los medios; otra de mis particulares luchas se centró en evidenciar el peligro inherente a la “telebasura”[12], etc.

Sin embargo, no fue ninguno de estos temas en particular lo que provocó un cambio estratégico a la hora de abordar el análisis ético de la comunicación. Fue mi contexto vital el que sirvió para hacer sonar las alarmas y descubrí que mi mirada estaba contaminada, sesgada, adiestrada a entender la comunicación desde un punto de vista ya inexistente o, cuanto menos, claramente caduco. Y es que, al pertenecer por edad a la generación baby-boom, he sido socializada a través de la televisión, he sido receptora de información bajo un modelo vertical, jerárquico de autoridad probada.

Mi trabajo estaba claramente contaminado por ese enfoque y perdía eficacia, máxime cuando mis interlocutores habituales (alumnado universitario) pertenecían a la generación NET, para la cual la comunicación es horizontal, activa, recíproca, pronta e inmediata y, también, poco reflexiva y altamente volátil.

Tomé conciencia de que en este nuevo siglo las reglas de la comunicación habían cambiado desde la base y que esto condicionaba todo el proceso y, por ello, era necesario reconducir mis análisis. Y es que, tras la todopoderosa revolución tecnológica que afectó al mundo de la comunicación, ya no solo participan activamente a la hora de informar y contar “las historias” profesionales de la información, sino que el conjunto de la ciudadanía es, a la vez, emisora y receptora de información y, en este sentido, la transparencia, entendida como acceso a la información, se había convertido en una práctica generalizada y compartida. En cierto modo podríamos decir que la Democracia, como expresión de igualdad, publicidad y transparencia, había conquistado su culminación al estar garantizada la posibilidad de todos de acceder a “la expresión y el control recíproco”.

Nadie puede negar que esta nueva “sociedad en red” ha empoderado a la ciudadanía y su poder de hacer el bien es inmenso si se usa para “fomentar derechos”, “denunciar injusticias”, “expresarse en libertad”, “ampliar horizontes”, “acabar con silencios seculares”, o renovar conciencias adocenadas. Tomé conciencia de que mi alumnado eran informantes empoderados, que usaban con gran habilidad las posibilidades que les ofrecía la técnica; sin embargo, no tarde en descubrir la “cara b” de esta “epifanía”. La conquista de esa libertad e igualdad de y entre todos/as (al menos en el mundo más desarrollado) que nos garantizaba acceder a la expresión de ideas y al control recíproco suponía un cambio radical en las atribuciones de las dos grandes esferas que alimentan el dicotómico discurso moderno: esfera de lo público/esfera de lo privado.

No obstante, este proceso que afecta a elementos estructurales de nuestras sociedades no se hizo con las claves aportadas por los movimientos de liberación que inundaron el discurso académico/político de la segunda mitad del siglo XX y entre los que en mi trabajo he destacado el feminismo y su defensa de inclusión de una voz diferente.

Ciertamente, la revolución tecnológico-comunicativa iba a empoderar a millones de voces calladas y diferentes, multitud de “tus concretos”, pero esto no se produjo bajo el paraguas de los principios de justicia ni bajo la responsabilidad del cuidado mutuo. En los años 90 Norberto Bobbio[13] había denunciado un riesgo real de “contaminación cruzada” al diluirse las fronteras entre lo público y lo privado. Nuestra sociedad venía dando pruebas de uso y abuso de quienes “privatizaban lo público” sin pudor en base a acciones de alta rentabilidad económica y de muy dudosa ética (violándose en la mayoría de los casos el principio de justicia); sin embargo y hasta esos momentos, parecía contenido el proceso contrario de “la publicitación” como acceso al orden público de lo íntimo y privado. Este proceso es el que nos desbordaría en estos años de inmersión sin límites en los avances tecnológico-comunicativos. Esto, podría haber sido una oportunidad para elevar de lo privado hacia el mundo público formas de hacer basadas en el cuidado, la responsabilidad mutua, el compromiso fraternal, el tener en cuenta los contextos concretos, etc.; no fue así. Lo que inundó nuestras vidas, desbordando cualquier expectativa fue un uso obsceno de los principios democráticos de libertad y transparencia. Permítaseme un inciso en torno a la cuestión de la transparencia[14].

Aunque la transparencia forma parte del programa de la Ilustración, del nacimiento de la era moderna, y es inconcebible una democracia que no la exija en plenitud, eso no quiere decir que su abuso no pueda mellar la democracia hasta producir un deterioro importante de esta. Existen dos caras de la transparencia. La primera, claramente positiva y vinculada al modelo ilustrado-moderno-democrático, permite empoderar a la ciudadanía y superar el modelo disciplinario propio de los regímenes totalitarios, que, como bien dice Bentham en su Panóptico, persiguen “vigilar para castigar”. A la segunda me gusta llamarle la cara b de la transparencia; no es sino el abuso de la transparencia de la que hace uso la sociedad del espectáculo comunicativo cuando se ceba en la intimidad de los otros. Algunos autores hablan de transparencia obscena y advierten que este modo abusivo de usar la transparencia no garantiza un efecto liberador, pues acaba por ofrecer una imagen depauperada, desilusionante, anti-ejemplar de la vida privada e íntima de las personas y, también, de la propia sociedad.

Suscribo la corriente de quienes ven como imprescindible la ética como freno a las tendencias de la información y el morbo de la ciudadanía hacia la intimidad humana. Creo imprescindible la necesidad de una legislación clara en torno a los límites (si bien desconfío de su eficacia); pero si algo no me convence en absoluto es el mercadeo del mundo de la deontología profesional, convertido en el blanqueo “políticamente correcto” de múltiples despropósitos. Lo que es imprescindible es algo más estructural y profundo que afecta a la educación ciudadana, a la conciencia personal y colectiva, al reconocimiento racional y por convicción de que se equivocan (y con mayúsculas) quienes emplean la espectacularización del dolor y la tragedia ajena como modelo comunicativo, incluso los que piensen que es la mejor medicina para concienciar a la población ante la barbarie humana.

Esta equivocación nos debe interpelar por igual a medios de comunicación, poder político y ciudadanía. Todos/as entendemos y hacemos nuestra la crítica a los medios y al poder político. El propio mundo de los analistas de medios acuña la expresión “intimidad asediada”, señalando que el impacto que ejercen los medios de comunicación sobre los derechos básicos de las personas es brutal. No podemos olvidar que el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen son inherentes al ser humano y, por ello, los límites tanto políticos, jurídicos como éticos deben constituir una barrera inquebrantable. Tanto políticos con cargos institucionales como profesionales de los medios de comunicación deben comprometerse a no aceptar (tolerancia 0) unos medios que faltan con ligereza al honor de las personas o que le conceden a la cámara el derecho de grabar y poseer la vida del otro sobre la lente de su objetivo.

No obstante, se denuncia poco el papel de la ciudadanía. La ciudadanía se ha instalado en una “ética indolora” y oscila entre una posición activa/pasiva a conveniencia, amparados en el anonimato que permite la red; cuando por algún motivo surge un conflicto que trasciende lo tolerable, la mayoría se pone de perfil, esperando que cese el chaparrón, o nos acogemos a reconocer la fragilidad de vivir en un mundo que nos hace vulnerables. En definitiva, hemos convertido la vida en un “juego de tronos”, “juego de roles”, ávidos consumidores de ocio al por mayor, con una mirada superflua y, a pesar de que conocemos al dedillo todo lo que pasa “como parte del gran hermano que es el mundo en red”, ahora más que nunca “todo lo humano me es ajeno”. En algún momento se ha producido un olvido colectivo de la premisa básica de que no hay “derechos sin deberes”.

Retomar el compromiso con derechos y deberes es lo que puede garantizarnos que se cubrirán nuestras necesidades (sin cuya satisfacción se producirá un dolor objetivo) y, a la vez, que se me exija el desarrollo de las capacidades que permiten el cumplimiento de las responsabilidades asociadas al deber.

VI. Los 2010. Ética de la salud y gestión de la complejidad [arriba] 

Años antes del 2010 la vida me llevó durante un tiempo más o menos prolongado a pisar el freno en mi carrera universitaria y a conocer y ejercer otro de mis roles vitales. Me convertí en cuidadora y aprendí que cuidar[15] exige un rostro, una mirada, un acoger el dolor del otro, un caminar juntos (Domínguez, 2013) y, también, que todo lo anteriormente priorizado queda relegado; la vida tal y cómo ha sido hasta ese momento queda en suspenso y aparecen las renuncias: en muchos casos renunciar a otra forma de vida, a un trabajo, a promoción laboral, a continuar la formación, a dedicar más tiempo a otros familiares o amigos y, así, hasta un largo etc. de posibilidades.

En aquellos momentos no tenía claro que lo que se había convertido en mi tarea principal fuese algo que tuviese que ver con la ética, era simplemente algo que debía y quería hacer como hija. Sin embargo, sí tenía clara la importancia de la ética, en particular de la ética del cuidado, en el hacer de los/as cuidadores profesionales, enfermeros/as, psicólogas/os, trabajadores/as sociales y médicos/as, entre otros profesionales. Con el tiempo aprendí que muchos conocimientos, destrezas y valores eran comunes, o debieran serlo en el caso de cuidadores profesionales o familiares, y es que aterrizar de pleno ante las responsabilidades del cuidado me permitió ver la parcialidad y miopía de un cuidado meramente emotivo, voluntarista y abnegado.

Tras el desconcierto, tristeza, miedo y desazón que te invade cuando existe un diagnóstico devastador que amenaza seriamente la vida de los tuyos, se impone la voluntad como “cuidadora principal” de asumir con fuerza y sin descanso la tarea del cuidado. Ese ímpetu inicial que te permite estar a todo sin descanso comienza a resquebrajarse con el paso del tiempo (máxime si tenemos en cuenta que los más dependientes necesitan de una media de unas 40/60 horas de cuidados semanales, que en enfermedades neuro-degenerativas tipo Alzheimer pueden prolongarse entre 8 o 10 años); cuando hace mella el estrés, te invaden sentimientos de derrota; te sientes solo (aunque quizás no lo estés), impotente, exhausto y, lo que es peor ante determinado tipo de enfermedades, hasta el propio paciente, antes tu gran cuidador en la vida, se convierte en “otra persona”, deja por mor de la enfermedad de ser quien era, incluso a tener conciencia de sí, y te enfrentas a vivir el duelo de la perdida durante el proceso de cuidado.

Yo, sin haber vivido este tipo de situaciones extremas, sí me reconozco en muchos de esos sentimientos y mi modo de anclarme a la realidad e intentar ganar destrezas para afrontarla fue aproximarse a través del conocimiento práctico y teórico al mundo del cuidado. En este proceso descubrí la necesidad de trabajar ciertas habilidades y la importancia de las actitudes morales y principios éticos y, sobre todo, abracé como parte esencial de la existencia la “vulnerabilidad” (Paniagua, 2015). Ni yo, ni mis mayores teníamos en este momento una plena autonomía pero era menester salvaguardar para cada una de las partes el mayor grado posible de la misma.

El “principio de autonomía” alude a la toma de decisiones, pocas cosas dañan más la autoestima que sentirse ninguneado; nuestros enfermos (al menos mientras tienen plena conciencia de sí) deben ser quienes adopten aquellas decisiones que les incumben particularmente y en aquellos casos en los que la toma de decisiones afecte a la íntima convivencia entre paciente-cuidador es necesario adoptar pautas de acción acordadas entre las partes buscando armonizar los intereses de cada uno y comprometiéndonos a una ayuda mutua (en muchos casos el cuidador necesita sentir el permiso y la aceptación del enfermo para tomarse tiempo de autocuidados o distancia del estresante día a día).

Sin embargo, el concretar la apuesta por la autonomía pone en evidencia serias dificultades; una particularmente relevante es que nuestros mayores, y muy en particular las mujeres mayores, se han acostumbrado a obedecer y delegar la toma de decisiones importantes, dando el poder de la palabra al otro[16]. Si este otro era varón y médico, su parecer se convertía en “palabra de Dios “, sin olvidar que en general tales profesionales, en una amplia mayoría, solían preferir mantener la distancia y ser tanto de entenderla como de gestionarla. Para ello su deontología profesional les había dotado de los principios de beneficencia y no maledicencia. Y fue común el recurso a hacer el bien y prevenir el mal a la hora de descuidar y desproteger la autonomía del paciente, algo así como actuar por el bien del paciente, aunque sea sin contar con su decisión y voluntad. En no pocos casos, los propios cuidadores familiares, guiados tanto por un exceso de celo a la hora de proteger, como por nuestra sensación de incapacidad e impotencia para hacerlo de otro modo, también asumimos un rol protagonista que menoscaba la autoestima y el empoderamiento del enfermo.

Ciertamente, trabajar en un buen maridaje entre los principios de autonomía, beneficencia y no maledicencia es tarea que debe ocupar a comités éticos de profesionales, familiares y enfermos. No obstante, una vez conocidos los fines principios éticos que deben presidir el cuidado, no se agota ni mucho menos la extensión de concepto de cuidado.

Por una parte, el mundo del cuidado profesional y familiar estaría cojo y ciego si no hay un paraguas de protección activado por los representantes públicos que dirigen las instituciones competentes a la hora de administrar los recursos públicos. Nuestros responsables políticos están obligados a arbitrar una respuesta justa ante las necesidades de un grupo de población, cada vez más numeroso, los anciano- dependientes. Obviamente este requerimiento marida mal con el desmantelamiento de la sanidad pública. Ninguna crisis puede justificar que se ataque al pilar básico que sostiene el derecho a la salud[17].

Es necesario, legislar sobre la dependencia y dotar a la ley de recursos; es necesario invertir en calidad de vida para los mayores, pero ni en la mejor de las condiciones político/sanitarias puede descansar por completo el deber de cuidar que tenemos todos/as.

Quien ha cuidado de un familiar, podrá conocer en primera persona la escasez de recursos de todo tipo, la sensación de soledad a la hora de buscar respuestas adaptadas, los dilemas entre soltar lastre o sobreproteger, la dificultad de empoderar al enfermo, etc., pero también sabe que el cuidado familiar extralimita estas cuestiones, va más allá de potenciar la autonomía del paciente, buscar siempre lo mejor para su bienestar global, pelearse por obtener el mayor apoyo sanitario, la cobertura de profesionales sociales (desde trabajadores sociales, psicólogos, educadores y demás técnicos). Claramente también extralimita las características básicas del hacer de un profesional del cuidado, como los horarios limitados, la remuneración justa por los servicios prestados y una ejecución correcta del trabajo, pero sin mayor carga de afectividad e intimidad.

Cuidar dignifica[18], como pocas otras cosas, a quien lo recibe y a quien lo practica. Mucho tiempo en hospitales y sobretodo el compartir la experiencia del cuidado siempre con mi hermano me hizo más sensible al hecho de que quienes nos rodeaban ejerciendo de cuidadoras eran mujeres (madres, esposas, hijas, hermanas, etc.) ocupadas en esta tarea sin fin, agotadas por lo que hacían pero convencidas de la necesidad y la obligación de asumir el cuidado de ese ser dependiente que despertaba tanto sentimientos de amor como el sentido de responsabilidad y deber. De modo muy excepcional, nos encontramos con hombres que hacen suya esa tarea, que cumplen su deber.

El no procurar cuidado a nuestros mayores debe denunciarse como dejación de auxilio vital, de un deber básico. La corresponsabilidad compartida ya no es una cuestión solo de iguales sino de compromiso intergeneracional.

VII. Año 2020/21. La pandemia mundial de la COVID-19 [arriba] 

De niña aprendí a cuidar como parte intrínseca de mi naturaleza femenina; el cuidado era para nosotras un deber insoslayable y fue pesada la mochila con la culpa que más de una acarreó, al querer e intentar transcender ese lugar natural para ampliar nuestros horizontes. Mis años de universitaria hicieron realidad mis sueños al poner ante mí los valores propios de un mundo moderno y democrático, donde la libertad y la autonomía se conquistaban al participar del espacio público y del ejercicio de los derechos individuales. Me creí “tener derechos” y capacidad para ejercerlos y no vi en un principio ni trampa ni ocultación alguna en unas reglas de juego que no estaban pensadas para seres que por esencia somos dependientes y vulnerables, encerrando en el espacio de lo doméstico e íntimo la cobertura de esas necesidades no nombradas que parecía que estaba garantizada sin más; por algo se nombra como el mundo de “la vida buena”. Debo a las teorías del feminismo, fundamentalmente a las que acuñaron la ética del cuidado como expresión de una voz diferente, el haber llegado a reconocer la “atopía” de quienes como mujeres aceptamos una impuesta “degeneración” para poder ocupar el espacio público, aun a cuenta de participar en la ocultación de lo que ocurría en la esfera privada y de traicionar el lema feminista de “lo privado también es político”. Esta reivindicación de dar peso político al mundo de lo doméstico encierra la mayor capacidad destructiva del mito moderno de un sujeto racional, libre, autónomo, ya que precisamente exige nombrar las necesidades derivadas del cuidado de los dependientes y el reconocimiento de que es necesario arbitrar medidas políticas, sociales y jurídicas para la protección justa de la vulnerabilidad humana.

Y así llegada a la década de los noventa sentí mi personal epifanía y la de mis coetáneas al incorporar en mi pensar y en mi hacer la propuesta de Gilligan de empoderar el cuidado, sin obviar una base de imparcialidad y justicia imprescindible para articular una sociedad de derechos. El derecho a disfrutar de las garantías de libertad y autonomía en lo público se refuerza con el deber que cualquiera como ser humano tiene de cuidar al otro y responder ante sus necesidades haciendo uso de sus capacidades. En esos años 90 corría una energía a favor del igualitarismo que hacía pensar como posible un espacio abierto que incluiría lo privado y lo público ocupado de modo indistinto por hombres y mujeres.

Los aires de cambio reformista palidecieron ante la efervescencia de las revoluciones que impondría el siglo XXI y su modelo de mundialización-globalización y el mercado único. Este modelo, claramente capitalista y neoliberal, puso precio a casi todo y también al cuidado, profesionalizándolo e incorporando las cuestiones de la vida buena al mundo de las transacciones económicas, lo que supuso una gran liberación, al menos para una extensa capa de población perteneciente a una clase media que parecía vivir sus mejores momentos al inicio del siglo XXI y, en particular, en nuestro país. Esta profesionalización del cuidado liberó a los hogares burgueses (lo que es lo mismo que decir a la mujer burguesa) de mayores desvelos, cubriendo con personal (mayoritariamente femenino) las tareas del hogar, que incluyen el cuidado de pequeños, mayores y dependientes. En este sentido, la mano invisible, asumía como una realidad ya innegociable la incorporación de la mujer al espacio público pero dio como respuesta, ante la necesidad de reparto del trabajo doméstico, una profesionalización del cuidado que enmascaraba la perpetuación de la división sexual del trabajo, al entender que ese mecanismo hacia innecesario el compromiso del varón con las tareas del hogar.

Obviamente, pagar servicio doméstico no estaba al alcance de todas y, así, para muchas la incorporación al mercado laboral les supuso “dobles jornadas” y el recurso a las abuelas babysitter. La política pública en las sociedades democráticas intentó mitigar las cargas multiplicando el número de guarderías para niños, de trabajadoras y de residencias para ancianos y dependientes. No podemos detenernos en el análisis de los efectos de la globalización[19] neoliberal pero es obligado nombrar la profundización de las diferencias dicotómicas, entre nosotros y los otros, pero, también, entre nosotros/as.

El mercado nos ha enseñado que puede convulsionar hasta entrar en crisis de gran calado para reponerse en períodos más cortos o de mayor extensión, siempre con el resultado de expulsar un número importante de trabajadores y enriquecer sobremanera a las grandes fortunas de la Tierra. Ese fenómeno de expulsión se sintió de modo particularmente cruel dentro de nuestras fronteras a finales de los noventa del siglo XX y entre el 2008 y el 2012 del s. XXI. El paro desbordado se dio la mano con un número inmenso de contratos basura, absolutamente precarios, que permitían hablar por primera vez en décadas de trabajadores pobres y muy pobres. Entre los expulsados fueron mayoría las mujeres, en particular las de baja formación y escasos recursos, algunas de modo voluntario al reconocer que, ante la disyuntiva de renunciar a la maternidad (al no poder conciliar) por salarios precarios, preferían refugiarse en sus hogares y dejar que de nuevo fuera su compañero varón quién ejecutara el rol productivo. En estos años los recursos públicos fueron el soporte de una economía que se tambaleaba y, en aras de proteger el “sistema” de reproducción del capital, se desmantelaron muchos de los recursos públicos. En definitiva, las grandes crisis habrían ayudado a revertir avances sociales de calado.

A partir del 2012 el mundo de la economía global da signos de una nueva fortaleza que, si bien dio alas al mercado, no tuvo capacidad de revertir las involuciones en derechos sociales y en recortes, y así llegamos hasta el año 2020 y la pandemia de COVID-19. Esta pandemia obligó a decretar un confinamiento sin precedentes de una gran parte de la población mundial (casi la totalidad de la población que habita el primer mundo).

Nos tocó aceptar una severa restricción de la libertad y los derechos que la acompañan, pero sobretodo nos tocó aceptar datos insoportables de fallecimientos sobrevenidos a raíz de la propagación del virus; los datos relativos al número de muertos en España en el 2020 arrojan un incremento de 70000 personas más que el año anterior (cuyo fallecimiento se debió al COVID-19); el casi 90% superan los 65 años y 30.700 vivían en residencias de la tercera edad.

Es fácil comprender que las personas mayores, con sistemas inmunes claramente debilitados por la edad sean candidatas a desarrollar las enfermedades de modo más grave y con un alto grado de morbilidad y mortalidad. Lo que no es fácil, ni de entender, ni de aceptar, es lo que pasó en las residencias de mayores tanto públicas como privadas. El trato a nuestros mayores en período de pandemia muestra una cara y una cruz.

La cara amable la mostraron hijos y nietos protegiendo a sus mayores en gran parte de las familias. Hijos y nietos en multitud de casos tomaron todas las precauciones posibles para que sus mayores no se contagiasen; muchos renunciaron a proseguir con su vida social para poder garantizar su convivencia en el hogar. Más que nadie nuestros mayores permanecieron dentro de casa pudiendo hacer en ese espacio sus rutinas habituales y, en los casos más afortunados, con convivientes más jóvenes.

La cruz vino de la mano de la realidad que asoló a los ancianos que vivían en residencias. Datos de muerte, aislamiento, soledad y desamparo, nos acompañaron día sí y día también como cabeceras de todos los informativos; pudimos ver y sentir que las residencias eran aparcamientos de gente mayor (espacios de reclusión a la espera de la muerte). Muchos de los nuestros, se han ido en estos meses sin la dignidad, consideración y cuidados que se merece cualquier ser humano, y muy en particular aquellos/as que se desvivieron por cuidarnos.

La mayor de las vergüenzas debe recaer en el bochornoso y negligente actuar de las administraciones. La improvisación y el ponerse de perfil fue el común denominador a la hora de actuar y asumir la toma de decisiones por parte de todas las instancias administrativas, estatales, autonómicas e, incluso, locales. La política de aislamiento, la más sencilla de implementar, pero también la más atroz, fue la gran solución aportada por nuestros responsables políticos y su caterva de consejeros y técnicos. Las residencias se convirtieron más que nunca en un lugar de fin de vida.

Pero no nos equivoquemos; ese hacer basado en la negligencia y la desidia nos interpela a todos/as[20]. Porque el deber de cuidar es consustancial al sujeto humano, que es por definición vulnerable y está en mayor o menor medida necesitado del amparo del otro, ante cuya necesidad no puede sentirse ajeno.

Hablamos líneas antes de que la profesionalización del cuidado fue una respuesta muy bien acogida por los hogares que se veían liberados de asumir ciertas tareas no siempre gratas; también recordamos que este hecho se acompañó de un freno en la incorporación del varón al hacer doméstico y en “una vuelta de la mujer al refugio del hogar y la maternidad” en amplias capas de la población. Este hecho, más allá de ser visto como una renuncia en nuestros derechos, está permitiendo un discurso subliminar desde el que de nuevo se eleva la maternidad al trono de refugio natural de la mujer. Huyendo de un mercado precario y mal remunerado, el espacio íntimo, al amparo del calor del hogar y con dedicación plena al cuidado y mimo de uno o dos hijos/as tenidos por elección propia, se convierte en una opción valorada muy positivamente.

Más que nunca el niño-rey se convirtió para su mamá en el objeto/sujeto de un cuidado completo, sin horario, con plena cercanía afectiva, profundamente responsable; tras ello una velada denuncia a la “mala madre” porque entienden que, en relación a sus hijos, el cuidado no es una mercancía más que pueda someterse a las leyes del mercado; lo viven como imprescindible e indispensable y, en muchos casos, irreconciliable con otros quehaceres al entender que la maternidad es incompatible con la rigidez de un horario de trabajo.

Bien pensado, parece que estas mujeres han interiorizado el sentido complejo de lo que es cuidar, si bien la trampa está en una doble exclusión: por una parte, no incluyen en ese hacer al varón en posición de igual compromiso, lo que implica que, de nuevo, el hogar se feminiza y que vuelve a ser el espacio “apolítico” de la vida buena. Por otra parte, excluye de ese cuidado amoroso a otro sujeto que no sea mi hijo/a, olvidando que el cuidado se vincula a nuestra condición de seres dependientes y vulnerables y no solo al fenómeno de la maternidad y la crianza de mis descendientes.

Nos queda aún mucho recorrido hasta entender el sentido complejo del cuidado y hacer de él un deber inexcusable de todo ser humano. En todo caso, hasta aquí ha llegado este conjunto fragmentario de reflexiones que quiere ser una invitación a cuidar-cuidándonos-cuidándole-cuidándote, cada uno según sus capacidades contextos y circunstancias, para cubrir con dignidad las necesidades de cercanía y proximidad con el otro.

Muchas historias de cuidado introducirán de pleno el cuidado en la “Historia”.

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Sloterdijk, P. (2007). El mundo interior del capital: Para una teoría filosófica de la globalización. Madrid, España: Siruela.

 

 

Notas [arriba] 

* Profesora de ética. Universidade de Vigo. caruncho@uvigo.es

[1] Véase, Domenech, Antoní (2004). El eclipse de la fraternidad. Barcelona: Crítica.
[2] Todas y cada una de estas parcelas educativas ha sido estudiadas en clave de transmisión de valores y estereotipos sexistas. Para el análisis de música y canciones (véase Muñiz, 1998). Para conocer un análisis muy interesante acerca del “curriculum oculto” de la programación televisiva orientada a la infancia de la época, véase. Rebollo y Valero (2004). En relación a las lecturas escolares y extra-escolares, véase Robas (2011) y Sánchez (2004).
[3] El propio Gobierno del Estado en la última fase de la vida de Franco sintió la necesidad de intervenir sobre el modelo formativo propagandístico de nuestras escuelas, hasta hacerse necesario en los estertores del Régimen un cambio de timón promoviendo la llamada neutralidad educativa a través de la Ley General de Educación, o ley de Villar Palasí, corría el año 1970.
[4] La importancia de la parroquia en este proceso de “formación en el espíritu nacional”, queda fielmente reflejada en el trabajo de Martínez (2013).
[5] El tema de la educación en el franquismo ha sido estudiado hasta la saciedad y desde muy diversos puntos de vista; en todo caso y en lo que yo conozco recomiendo la lectura de un trabajo que me parece amplio, completo y muy bien formulado Mayordomo (1999).
[6] Véase Caruncho (1999).
[7] Fruto de aquellas tardes de seminario fue una publicación conjunta. Véase Agra (1997).
[8] Véase, Piaget (1997).
[9] Véase, Kölhberg (1992).
[10] Sobre la polémica entre Gilligan y Kölhberg, así como las relaciones entre el pensamiento feminista debemos citar un trabajo de profundo calado que permite además introducir nuevos matices sobre la teoría del cuidado. Véase Benhabib (1990). Quisiera además recordar que la propuesta original de Carol Gilligan (expuesta en un trabajo publicado en versión original en el año 1982), a partir del cual se produjo el alejamiento de algunos de los postulados básicos defendidos por Laurence Kölhberg (Véase, Gilligan, 1985).
[11] Véase, Caruncho y Mayobre (1998).
[12] Si bien el tema de la telebasura ha sido objeto de múltiples publicaciones y desde muy diversas ópticas, yo voy a recomendar dos trabajos que me influyeron de modo particular y que surgen de universos distintos. Uno está escrito por un filósofo, véase, Bueno (2002). Telebasura y Democracia. Barcelona: Ediciones. El segundo está escrito por un periodista, véase, Díaz (2005). La caja sucia.
[13] Véase, Bobbio (1989).
[14] Véase, Byung-Chul (2013).
[15] Cuidar supone la gestión de la complejidad; no es solo un querer emocional profundo es también un deber ético complejo ((Esquerda y Pifarré, 2017).
[16] Para el tema de la autonomía del enfermo en relación con el mundo de la salud profesional y en particular para el tema de la relación médico enfermo, recomiendo leer Cassell (2009).
[17] Es importante entender el concepto de autonomía del enfermo como su derecho a la toma de decisiones ante la enfermedad, pero no usar tal tema para gestionar una política sanitaria basada en las responsabilidades individuales y en los recortes de derechos sociales. Estas falacias esconden estrategias neoliberales para diluir el déficit en la sanidad pública bajo el concepto de que el sujeto es responsable/culpable de no haber elegido una forma de vida saludable o de no haber previsto bien los recursos necesarios para su ancianidad (De Ortuzar, 2016). También es muy interesante y además muy breve, el trabajo de Puyol (2014).
[18] Como bien dice Cortes (2009), no habrá una democracia real mientras no exista una universalización plena de las prácticas del cuidado.
[19] Véase, Sloterdijk (2007).
[20] Dejo para la nota final una recomendación especial. Durante el tiempo que pensé y escribí este trabajo tuve como libro de cabecera y especial inspiración un trabajo que debiera ser lectura obligatoria, al menos, para quien quiera comprometerse con el mundo del cuidado el trabajo de Camps (2021).

Recibido: 29-12-2021 Aceptado: 10-01-2022